En enero, la menopausia llegó sin complicaciones… y trajo consigo una sorpresa inesperada.

En enero, a Luisa Martínez García le llegó la menopausia. Al principio, todo transcurrió sin mayores complicaciones. No sufrió sofocos, ni sudores nocturnos, ni taquicardias ni migrañas. Simplemente su menstruación desapareció: “¡Hola vejez, aquí estoy!”, pensó con algo de ironía.
Luisa no fue al médico; había leído bastante y sus amigas ya le habían contado sus propias experiencias. “Tienes suerte”, le decían. “¡Qué raro que lo lleves tan bien!”

Como si le hubieran echado el mal de ojo. Pronto comenzaron los síntomas: cambios de humor repentinos, mareos, una fatiga que pesaba como plomo. Le costaba agacharse para jugar con su nieta Lucía, perdió el apetito y le apareció un dolor nuevo en la espalda. Por las mañanas se despertaba con el rostro hinchado; por las tardes, con las piernas pesadas como odres. Fueron sus nueras quienes se alarmaron primero: “Está muy pálida, suegra. Hágase unos estudios, esto no es normal”.
Luisa guardaba silencio. Ya sentía que algo no iba bien. Luego llegó el ardor en el pecho, insoportable al tacto, y ese tirón en el vientre que no la dejaba dormir. Lloraba noches enteras en silencio, al lado de su marido Andrés —roncador empedernido—, mirando al techo y repasando recuerdos.
¡No quería morir! Tenía apenas cincuenta y dos años, ni siquiera estaba jubilada. Con Andrés buscaban una casita en la sierra para retirarse. Sus hijos estaban bien, las nueras le teñían las canas y la ayudaban a elegir ropa cómoda. Lucía, su tesoro, empezaría la primaria en otoño: patinaje artístico, dibujos coloridos… ya sabía tejer bufandas gracias a ella.
La primavera y el verano pasaron con dificultad. Para septiembre, el dolor en el costado y la espalda era insoportable. Finalmente, pidió una cita médica.
Casi toda la familia la acompañó al centro de salud. Andrés y el hijo mayor esperaron en el coche; las nueras, en la sala. Tras el interrogatorio de rigor, la ginecóloga palideció al examinarla. “¡Oncología, urgente!”, gritó al teléfono. “Última fase. No localizo el útero”.
Camino al hospital, Luisa gritaba entre los brazos de sus nueras. Andrés sollozaba sin pudor. Y cuando el dolor le daba tregua, miraba por la ventana los álamos dorados del otoño madrileño y se despedía en silencio. ¿Quién acompañaría a Lucía al colegio? ¿Quién probaría sus primeras galletas?
En urgencias, caos total. Entre camillas y médicos corriendo, una comadrona emergió eufórica: “¡Varón! Tres kilos y medio”. La familia se abrazó entre lágrimas mientras Andrés, descolocado, murmuraba: “Pero si solo celebramos mi santo… una copita de más…”.
La comadrona guiñó un ojo al grupo: “Abuelito, va a tener que comprar pañales y champán. ¡Qué siestita romántica se echaron, eh!”
En la sala de partos, entre jadeos, la doctora Carmen Rodríguez —jefa del equipo— le preguntó a Luisa: “¿Y usted? ¿También culpa al vino?”
“Al amor”, susurró ella, agotada. “Cumplía cincuenta y dos…”
“Pues casi se queda en cuarenta y nueve”, bromeó la doctora. “¡Empuje, guerrera! Ese ‘tumor’ quiere salir”.
Cuando mostraron al bebé, las nueras gritaron: “¡Es igualito al abuelo!”. Andrés, rojo como un tomate, murmuró: “Es que… el gimnasio me está haciendo bien”.
Mientras tanto, en la sala de espera, Lucía dibujaba un árbol genealógico con algunas ramas nuevas.