Historias

El niño gritó:


— ¡Te odio, mamá! ¡Solo sabes mandarme! ¡Déjame en paz!

El padre acababa de llegar del trabajo. Sudado, cansado. Escuchó los gritos desde la puerta y entró con el corazón latiendo con fuerza. En el sofá, su esposa lloraba, el rostro cubierto por las manos. No decía nada… solo lloraba. Él se acercó, levantó suavemente su barbilla:

— No te preocupes, amor. Déjamelo a mí.

Fue hasta la habitación. El hijo tenía los ojos rojos de rabia, el pecho agitado como si hubiera corrido una maratón.

— ¿Qué pasó?

— ¡Mamá, papá! ¡Ella me manda hacer de todo! ¡Me mandó cerrar la puerta y ni siquiera fui yo quien la abrió! ¡Me mandó lavar los platos y ni siquiera los ensucié!

El padre escuchó todo en silencio. Luego, habló con voz firme:

— Anda y cierra la puerta.

— Pero papá, yo no…

— Anda.

Sin valor para desafiarlo, el chico fue.

Cuando volvió:

— Ahora, lava los platos.

— Pero…

— Hazlo.

Y los lavó.

— La luz del baño está encendida. Anda a apagarla.

Fue, refunfuñando… pero fue.

Esa noche guardó silencio. No entendía. No aceptaba. Y a los 15 años, hizo las maletas y se fue a vivir con un amigo. Juró que jamás volvería a poner un pie en esa casa.
Pero hubo algo que no logró abandonar: el hábito.
Cerrar puertas que no abrió. Apagar luces que no encendió. Limpiar lo que no ensució.
Eso quedó en él como una marca grabada en el alma.

A los 18 años, su amigo y los padres de este estaban desempleados. La nevera casi vacía, las cuentas apiladas como un castillo de naipes. Sin estudios, sin experiencia, decidió buscar trabajo. Escuchó sobre una vacante de gerente en una gran empresa. Se rió por dentro. “¿Gerente? ¿Yo?”
Pero fue.

Al llegar, vio que el portón de entrada estaba abierto, con unos cerdos a punto de escaparse. Cerró el portón.

En el pasillo, envoltorios tirados en el suelo. Los recogió y los tiró a la basura.

En el baño, la luz encendida y la puerta abierta. Apagó la luz, cerró la puerta.

Solo entonces entró en la sala de entrevistas.

— Buenos días — dijo la mujer detrás del escritorio. — Está contratado.

Él se quedó congelado.

— Pero… ¿cómo? Ni siquiera ha visto mi currículum. Hay mucha gente afuera, con diplomas…

Ella sonrió, firme:

— Aquí dentro hay cámaras desde la entrada. Observamos todo. Buscábamos a alguien responsable. Usted no tenía ninguna obligación, pero protegió nuestros animales, cuidó la energía, limpió nuestro espacio. Eso no se enseña en los cursos. Eso se aprende en casa. Y usted lo aprendió.

En ese momento, sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies.
Salió con los ojos llenos de lágrimas. No fue a la casa del amigo. No celebró con nadie. Tomó el primer autobús y se fue directo a casa de su padre.

Cuando el viejo abrió la puerta, el hijo lo abrazó con fuerza y lloró en su pecho.

— Papá… gracias.

El padre lo abrazó de vuelta y respondió, en voz baja:

— Solo quería enseñarte a ser grande. Incluso en las pequeñas cosas.

Y en ese abrazo, él lo entendió.
Que quien aprende a cerrar una puerta que no abrió, un día tendrá puertas que se abren solas.
Que quien limpia la suciedad de otros, también limpia su propio futuro.


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