Mientras los adultos ignoran la tumba descuidada del abuelo, un joven la limpia y descubre coordenadas ocultas grabadas en la piedra

Las manos de Liam, de dieciocho años, temblaban mientras caminaba por el cementerio cubierto de hojas, sosteniendo un ramo de rosas blancas. Ese pueblo había sido todo su mundo, y ahora se veía obligado a dejarlo atrás.
Se acercó a la tumba de su abuelo Robert, con el corazón pesado de tristeza.
—Vine a despedirme, abuelo —susurró, arrodillándose junto a la lápida cubierta de musgo—. Papá perdió todo por culpa del juego. Nos vamos… a vivir en un tráiler a quince millas de aquí. Dice que me conseguirá trabajo en un taller mecánico. Supongo que mi sueño de construir aviones se terminó. Nunca volaré alrededor del mundo.
Las lágrimas rodaron por su rostro mientras dejaba salir todo lo que había guardado en silencio.
Mientras limpiaba el musgo espeso de la lápida, sintió algo extraño bajo los dedos: pequeñas protuberancias talladas en el mármol.
Intrigado, limpió con más cuidado… y se quedó helado.
—¿Coordenadas? —murmuró, con los ojos abiertos de par en par.
Una oleada de recuerdos lo invadió: las búsquedas del tesoro con su abuelo, los acertijos, las pistas secretas…
¿Podría ser este su último mensaje? ¿Un secreto solo para él?
Sin perder tiempo, introdujo las coordenadas en su celular. Apuntaban a una taquilla de la estación de tren del pueblo.
Al principio pensó que era coincidencia o una broma. Pero algo dentro de él lo empujaba. Tomó su bicicleta y fue directo a la estación.
—Disculpe —preguntó a la recepcionista—, ¿puede verificar si hay un casillero a nombre de R. Hudson?
La mujer revisó y asintió.
—Sí. Casillero 417. Lleva más de un año alquilado. Tiene cerradura con combinación.
Liam corrió hacia la sala de casilleros, pero un detalle lo golpeó: no conocía la combinación.
Probó fechas, cumpleaños, números al azar… nada funcionaba.
Entonces, el sonido lejano de un avión lo hizo recordar.
—¡Claro! —exclamó—. El modelo del primer avión de juguete que construimos: L-1717.
Con manos temblorosas, marcó 1-7-1-7.
¡Clic!
La cerradura se abrió.
Su corazón latía con fuerza mientras abría la puerta del casillero.
Dentro había fajos ordenados de billetes de cien dólares… y un diario de cuero desgastado.
“Querido Liam,
Si estás leyendo esto, significa que todavía me quieres, y no podría estar más orgulloso.
Este lugar fue donde conocí a tu abuela, donde empezó mi vida de verdad.
Quiero que tú también vivas una gran vida.
Nunca renuncies a tu sueño de ser ingeniero aeronáutico.
Pero antes de hacer algo con los $150,000 que hay aquí, necesitas saber algo sobre tu padre…”
Liam pasó la página y de pronto tenía seis años otra vez, pintando un avión de juguete en el garaje de su abuelo.
—¡Vuelo L-1717 listo para despegar, capitán Liam! —le decía el abuelo riendo.
El pequeño Liam reía, con los brazos extendidos… hasta que su padre, David, irrumpía furioso.
—¿Otra vez con estas tonterías? —gruñía—. ¡Debe estar aprendiendo a trabajar de verdad! Pintar paredes, arreglar motores…
Asustado, Liam escondía su avión.
—Basta, David —dijo el abuelo con firmeza, volviendo con una caja metálica.
—He estado ahorrando para el sueño de Liam. Va a ir a la escuela de aviación.
Los ojos de David brillaron con codicia.
—¿Por qué no me diste ese dinero a mí? ¡Nunca me dijiste que tenías esto!
—Lo ahorré para él, no para que tú lo pierdas apostando —respondió el abuelo.
David estalló. Rompió el avión de Liam y se lo llevó a rastras, gritando que su sueño había terminado.
Semanas después, unos hombres enmascarados irrumpieron en casa del abuelo y robaron la mitad del dinero.
Robert sospechó de David, pero no pudo entregarlo a la policía.
Destrozado, no se rindió. Trabajó durante diez años, haciendo todo tipo de trabajos, cortando césped, ahorrando cada centavo.
Cuando Liam cumplió 18, había recuperado el dinero. Pero entonces le diagnosticaron cáncer terminal.
Alquiló la taquilla, dejó el diario y el dinero, y grabó las coordenadas en su lápida: su último regalo.
De vuelta a casa, Liam entró con la mochila. Su padre lo esperaba en el sofá, con una copa en la mano.
—¿Dónde estabas? —gruñó David.
—Tenía algo importante que hacer —respondió Liam, sereno.
—Pues prepárate. Nos mudamos al tráiler. Tendrás que pagar renta.
Liam no discutió. Pero dos noches sin dormir le dieron claridad.
—Papá —dijo al amanecer—. Te daré dinero para la hipoteca. Pero con dos condiciones.
David entrecerró los ojos.
—¿Qué condiciones?
—Uno: nada de más apuestas. Dos: pagas la hipoteca hoy.
David aceptó de inmediato, pensando solo en el dinero. Liam le entregó un fajo grueso de billetes.
Una hora después, David llamó gritando.
—¡¿Qué demonios?! ¡Este dinero es falso!
Liam sonrió.
—Sal y mira al otro lado de la calle.
David salió… y se dio cuenta de que estaba frente a un cartel luminoso:
“¡Bienvenido al Casino Royale!”
No estaba en un banco. Había elegido mal.
—Tú elegiste tu camino, papá —dijo Liam desde la acera—. Ahora yo elijo el mío.
Subió a un taxi, con el verdadero dinero y el diario del abuelo en su mochila.
Una hora después, el taxi se detuvo frente a un edificio moderno.
Liam bajó, con lágrimas en los ojos al leer el cartel:
Academia de Aviación.
—Te haré sentir orgulloso, abuelo —susurró, dando el primer paso hacia el sueño que su abuelo tanto protegió.