Historias

Mientras leía a su abuelo ciego, una niña encontró una carta sellada escondida entre las páginas durante sesenta años

Mientras leía en voz alta para su abuelo ciego, Sophie, una niña de 12 años, descubrió una carta antigua y sellada escondida entre las páginas de un libro olvidado — uno que su abuelo nunca había tenido el valor de abrir.

Al leer el contenido de la carta, Sophie desenterró una historia de amor perdida… y una verdad que cambiaría todo lo que creía saber sobre él.


Sophie estaba sentada con las piernas cruzadas al pie de la cama de su abuelo, iluminada por la suave luz de la tarde que se filtraba por las cortinas.

El aire del cuarto olía a papel viejo y té de menta. Entre sus manos, sostenía un ejemplar en relieve de El Conde de Montecristo.

— “¿Estás listo, abuelo?” — preguntó, mirando al anciano que reposaba entre los cojines.

Los ojos nublados del abuelo Walter se arrugaron suavemente mientras sonreía.
— “Siempre listo para una aventura, mi pequeña lectora. Yo solía leerte a ti… y ahora tú me lees a mí.”

— “Y me encanta hacerlo, abuelo,” respondió Sophie.

A sus doce años, Sophie se había convertido en la guardiana de esta rutina especial. Con sus padres ocupados en el trabajo, pasaba la mayoría de las tardes con el abuelo Walter — algo que hacía desde que era tan pequeña que cabía en su regazo.

En aquellos tiempos era su voz la que daba vida a los libros. Pero desde que perdió la vista hacía cuatro años, los roles se habían invertido sin necesidad de palabras.

Sophie hojeó el libro hasta encontrar la página donde habían dejado la lectura el día anterior.

— “¿Sabes, abuelo?” — dijo pensativa — “Dantès pasó años planeando su venganza… pero al final perdonó a algunos que ni siquiera se disculparon. ¿No es injusto?”

Walter meditó un momento.
— “Esa es la gran pregunta. Él creyó que la venganza le daría paz. Pero al final, fue el perdón lo que lo liberó.”

Suspiró.
— “A veces soltar no tiene que ver con lo justo, sino con elegir la paz sobre el pasado. Es una lección que tardé en aprender.”

Sophie lo miró con curiosidad, pero su rostro ya se había vuelto distante.

— “Sophie, creo que hemos leído El Conde de Montecristo demasiadas veces,” dijo él con una leve sonrisa. “¿Por qué no buscamos algo nuevo? Revisa en el armario. Creo que hay libros que aún no hemos tocado.”

Sophie fue hacia el armario. La puerta chirrió al abrirse, revelando cajas organizadas, etiquetadas con la caligrafía prolija de su abuela.

Al mover una caja con ropa de invierno, algo llamó su atención: un libro rojo, desgastado, escondido entre dos cajas de zapatos, cubierto de polvo.

Lo tomó con cuidado y sopló el polvo, revelando unas letras doradas casi borradas por el tiempo.

— “¿Encontraste algo?” — preguntó el abuelo.

— “Un libro que nunca había visto,” respondió Sophie sentándose a su lado. “Es rojo, pero está tan descolorido que no se puede leer el título.”

Lo colocó en sus manos. Sus dedos lo recorrieron lentamente. Entonces su rostro cambió: se tensó su boca y su ceño se frunció.

— “¿Abuelo? ¿Conoces este libro?”

Sus manos temblaron.
— “Nunca lo leí,” dijo en voz baja. “Fue un regalo… de mi primer amor. Hace sesenta años. Pero nunca tuve el valor de abrirlo.”

Los ojos de Sophie se abrieron de par en par.
— “¿Tu primer amor? ¿Antes de la abuela?”

— “Sí. Mucho antes de conocerla. Su nombre era Margaret.”

— “¿Puedo leértelo ahora?” — preguntó Sophie, llena de intriga.

Él dudó un segundo, y luego asintió.
— “Supongo… que ha llegado el momento.”

Sophie abrió el libro con cuidado. Las páginas estaban amarillentas, pero aún legibles.

— “Se llama Susurros en el Jardín,” leyó.

A medida que avanzaba en la lectura, la historia se desplegaba: dos jóvenes enamorados separados por el destino, expresando sus sentimientos con palabras profundas y poéticas.

Walter escuchaba en silencio, con el rostro cada vez más conmovido.

Aquella historia no era como las otras. Estaba llena de emoción, nostalgia y ternura. Durante casi una hora, Sophie leyó, su voz flotando suavemente en la habitación tranquila.

Entonces, al pasar una página, algo cayó en su regazo: una carta.

Sophie frunció el ceño y la recogió.
— “¡Abuelo… hay una carta dentro del libro!”

— “Eso… no puede ser,” murmuró. “¿Una carta? Por favor… ábrela y léela.”

Sophie rompió el sello con delicadeza y desplegó el papel. La caligrafía era elegante, inclinada hacia la derecha.

Comenzó a leer:


**“Espero que algún día puedas perdonarme por haber sido tan cobarde… por no contarte la verdad cuando me fui.
No podía soportar ver lástima en tus ojos.

Cuando te dije que me iba a estudiar a Nueva York, solo te conté la mitad.
Los médicos ya me habían dicho que iba a quedarme ciega. Y no había nada que pudieran hacer.

No podía permitir que ataras tu futuro al mío.
Así que me fui antes de que pudieras verme desaparecer.

Me dije que lo hacía por amor — tal vez lo fue — pero fue un amor egoísta, que no soportaba verte renunciar a tus sueños por mí.

Pienso en ti todos los días.
Me pregunto si aún lees esos libros de poesía que amábamos… si todavía paseas por el parque donde nos conocimos.
Me pregunto si ahora me odias.”**


La voz de Sophie temblaba al llegar al final.

Walter guardó silencio. Hasta que sus hombros comenzaron a sacudirse. Estaba llorando — no solo por lo que había perdido, sino por una verdad que nunca había conocido.

— “Estaba quedándose ciega…” susurró. “Y yo, todos estos años… pensando que me dejó por otro. Alguien mejor.”

— “Lo siento mucho, abuelo,” dijo Sophie, tomando su mano.

Él la apretó con fuerza.
— “Sesenta años… creyendo una mentira.”

— “La carta tiene una dirección, abuelo,” dijo Sophie. “Tal vez… tal vez aún podamos encontrar a Margaret.”

Él suspiró y secó sus ojos.
— “Después de tanto tiempo… no lo sé, Sophie.”

Esa noche, cuando sus padres fueron a recogerla, Sophie les contó todo.

— “Tenemos que encontrarla,” insistió. “Ha pasado mucho tiempo, pero quizás aún esté cerca.”

Su padre dudó.
— “Cariño, esa dirección tiene sesenta años. Probablemente ya se mudó.”

— “Pero no perdemos nada con intentarlo, ¿verdad?”

Sus padres se miraron entre ellos… y luego asintieron.

Poco después, se estacionaron frente a la casa. Sophie bajó corriendo y tocó la puerta, con su madre detrás.

Una mujer de unos treinta años abrió.

— “Hola, disculpe la molestia,” dijo Sophie, “pero estamos buscando a una mujer que vivió aquí hace tiempo. Se llama Margaret.”

Los ojos de la mujer se agrandaron.
— “Margaret es mi tía,” respondió. “Hace años que vive en un hogar de cuidados.”

Sophie y su madre explicaron la carta, el libro, y a Walter.

— “Por favor… ¿nos ayudaría a reunirlos?” — pidió Sophie.

— “Por supuesto,” dijo la mujer, sonriendo.


El sábado siguiente llevaron al abuelo al hogar donde vivía Margaret. Sostenía la carta con fuerza mientras lo guiaban. Su corazón latía tan fuerte que Sophie lo sentía en su brazo.

— “¿Y si no se acuerda de mí?” — murmuró.

— “Sí se acordará,” dijo Sophie con una sonrisa nerviosa.

Una enfermera los llevó a una sala luminosa. Junto a la ventana, una mujer mayor escuchaba música clásica. Su cabello plateado estaba recogido, y sus ojos, aunque ciegos, miraban hacia lo desconocido.

— “¿Margaret?” — llamó Walter.

Ella se volvió de inmediato y ahogó un sollozo.
— “¿Walter?… ¿Eres tú?”

Hablaron durante horas, tomados de la mano, reencontrándose a través de las palabras. Compartieron las vidas que habían vivido separados, las familias que formaron, las alegrías y las penas.


Meses después, durante una de sus muchas visitas, Walter le dijo a Sophie:

— “¿Sabes qué es lo más mágico de esta historia?”

Ella negó con la cabeza.

— “Que ni ella ni yo sabemos cómo nos vemos ahora. Por eso, cuando nos ‘vemos’, seguimos siendo jóvenes.”

Sophie los miró sentados juntos, perdidos en un mundo solo suyo. Margaret apoyaba la cabeza en el hombro de Walter. Sus manos entrelazadas parecían recuperar los años perdidos.

— “Algunas historias de amor no terminan de verdad,” susurró Walter.
— “Solo esperan el momento adecuado para continuar.”

Y en ese instante, Sophie comprendió lo que su abuelo siempre quiso enseñarle:
Las historias más poderosas no solo viven en los libros…
Viven en el corazón de quienes las han vivido.

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