Historias

— Mamá, ¿qué has hecho? — gritó la hija por teléfono. — ¿Qué perro del refugio? ¡Y además viejo y enfermo! ¿Te has vuelto loca? ¡Podrías haberte apuntado a clases de baile!


Nuria Segovia estaba de pie junto a la ventana.
Observaba cómo un velo blanco descendía lentamente sobre la ciudad.
Los copos de nieve danzaban en círculo, posándose sobre los tejados, en las ramas de los árboles y quebrándose bajo los pies de los pocos transeúntes tardíos.
Últimamente, estar de pie frente a la ventana se había vuelto un hábito.

Antes, esperaba allí a su marido, que volvía del trabajo tarde, cansado, con la voz ronca.
La luz suave de la cocina iluminaba la mesa puesta, y conversaban mientras tomaban una taza de té…

Con el tiempo, los temas de conversación se agotaron, su marido comenzó a llegar aún más tarde, evitaba mirarla a los ojos y respondía con frases cortas.
Y un día…

— Nuria, hace tiempo que quiero decirte algo… He conocido a otra mujer. Nos amamos y voy a pedir el divorcio.

— ¿Cómo? ¿Divorcio? ¿Y qué será de mí, Alberto? — Nuria sintió un dolor punzante bajo el omóplato.

— Nuria, somos adultos. Los hijos ya han crecido y tienen sus propias vidas. Hemos estado juntos casi treinta años, pero aún somos jóvenes, tenemos poco más de cincuenta. Quiero algo nuevo, fresco.

— ¿Y yo qué soy entonces? ¿Algo viejo y desgastado? — susurró Nuria, atónita.

— No exageres, no estás vieja…
Pero con ella me siento de treinta años. Perdóname, pero quiero ser feliz — dijo su esposo, besándola en la cabeza antes de irse al baño.

Lavaba los restos de su antiguo matrimonio mientras tarareaba canciones alegres, mientras sobre los hombros de Nuria caía una tristeza infinita.
Traición. ¿Qué puede ser más amargo?

Nuria no se dio cuenta de cómo pasó el tiempo: el divorcio, Alberto mudándose con su nueva pareja…
Llegaron días grises.

Ella había vivido para sus hijos, para su esposo.
Sus problemas eran los suyos, sus enfermedades, sus alegrías, sus éxitos.
Y ahora…

Nuria pasaba horas frente a la ventana.
A veces se miraba en un pequeño espejo de mano heredado de su abuela.
Veía un ojo triste, una lágrima perdida entre las arrugas nacientes, un cabello canoso en la sien.

Evitaba mirarse en un espejo grande.

— Mamá, debes encontrar algo que te interese — decía su hija, mientras se apresuraba a salir.

— ¿Qué cosa, hija? — preguntaba Nuria con voz apagada.

— No sé. Libros, clases de baile para mayores, exposiciones…

— Sí, claro, para “los que ya pasaron”… — murmuraba Nuria, sin ánimo.

— Ay, mamá, lo siento, no tengo tiempo.

Sorprendentemente, su hijo Alejandro mostró más comprensión:

— Mamá, siento mucho todo esto.
Irene y yo pensamos en visitarte para Año Nuevo. Te hará bien.

Nuria adoraba a sus hijos, pero se asombraba de lo diferentes que eran…

Una noche, navegando en redes sociales, encontró un anuncio:

“Día de puertas abiertas en el refugio de perros. Traed a vuestros hijos, amigos, familiares. ¡Nuestros acogidos estarán felices de conoceros!”

También había una lista de cosas que el refugio necesitaba.
Nuria leyó una vez, dos veces.

— Mantas, sábanas viejas, toallas… Seguro tengo algo — pensó.

Desde la ventana repasaba mentalmente lo que podría llevar o comprar con su salario modesto.

Diez días después, estaba frente al refugio.
El taxista ayudó a bajar las bolsas pesadas llenas de mantas, trapos, un tapete y alfombrillas.

Los voluntarios ayudaban a cargar y repartían a los visitantes en grupos, guiándolos por los recintos y contando la historia de cada perro…

Nuria regresó agotada.
No sentía sus piernas.

— Ducha, cena, sofá. Después pensaré — se dijo.

Pero ese “después” no llegó.
Las imágenes giraban en su cabeza: personas, jaulas, perros.

Y esos ojos…
Ojos que ella ya había visto en su pequeño espejo: ojos tristes, sin esperanza.

Especialmente, una perrita vieja y canosa la impactó.
Estaba en un rincón, inmóvil, sin reaccionar.

— Esta es Lady. Una Chin japonés.
Su dueña la dejó ya anciana. Tiene doce años.
Con suerte, podría vivir hasta quince.
Pero Lady es vieja, enferma y triste. De esas que casi nadie adopta — suspiró el voluntario.

Nuria se quedó mirando a Lady.
Lady ni siquiera la miraba.
Parecía un pequeño juguete olvidado sobre una manta vieja…

Durante toda la semana en el trabajo, Nuria pensaba en Lady.

Una fuerza surgió dentro de ella:

— Lady es mi reflejo. Todavía no soy tan vieja. Pero estoy sola.
Mis hijos se han ido, mi esposo me dejó como quien tira un trapo.
¡Pero yo no soy un trapo!

Determinada, llamó al refugio.

— Hola, estuve en la jornada de puertas abiertas. ¿Puedo visitar a Lady?

— ¡Claro! Ven el próximo fin de semana — respondió la voluntaria.

Esa noche, Nuria vio desde su ventana a un hombre jugando con un perro en el patio.
El perro corría tras la pelota y volvía feliz.

Llegó el fin de semana.

— Hola, Lady — dijo Nuria, agachándose.

Lady no reaccionó.

Nuria se sentó en el suelo, con unos viejos jeans, y empezó a hablarle…
Le contó de su vida, de sus hijos, de su apartamento vacío.

Una hora después, se acercó lentamente y acarició su cabeza.

Lady suspiró.

Nuria continuó acariciándola con movimientos lentos y constantes.
Lady, tras dudar, inclinó la cabeza bajo su mano.

Al marcharse, Nuria vio en sus ojos marrones una mirada atenta, preguntándose si aquello era un adiós o un nuevo comienzo.

— Espérame, volveré — susurró, cerrando la jaula.

Corrió a buscar al voluntario:

— Quiero adoptarla.

— ¿Tan pronto?

— Sí. Quiero darle una oportunidad.

— Lady necesita cuidados especiales. ¿Estás preparada?

— Crié dos hijos maravillosos. Lo lograré.

Firmaron el contrato.

Unas horas después, Nuria llegó a casa con Lady envuelta en una toalla.

— Este es tu hogar, Lady. Aprenderemos juntas a vivir de nuevo.

Nuria se tomó unos días para cuidar de ella.
Veterinarios, análisis, peluquería, limpieza dental…

Lady resultó ser muy educada.
Nuria colocó empapadores y paseaba con ella temprano o muy tarde, evitando encuentros.

Hasta que su hija llamó:

— Mamá, ¿qué has hecho? ¿Estás bien?

— Estoy muy bien, gracias.

— ¡Un perro viejo y enfermo! ¡Podrías haber tomado clases de baile!

— Hija, tu madre tiene solo cincuenta y tres años.
Soy sana, hermosa e independiente.
Y eso es lo que te enseñé.

— Pero, mamá…

— Basta de peros.
Tienes tu vida, tu hermano Álex está lejos.
Tu padre me cambió por una adolescente.
Aprende a respetar mis decisiones.

Nuria colgó, suspiró y se preparó un café.

Su hijo Alejandro la llamó:

— Mamá, hiciste lo correcto. ¡Qué orgullo!
¿Tendrás paciencia?

— Crié a dos hijos. Claro que podré — rió Nuria.

Ella no contó que, durante sus paseos con Lady, conoció a Diego — el hombre del patio.
Divorciado, también había adoptado a su perro, Alarico, de un refugio.

Poco a poco, Diego y Nuria se acercaron…

El 31 de diciembre, sonó el timbre.
Lady y Alarico corrieron felices hacia la puerta.

Alejandro anunció:

— Mamá, no esperaré a medianoche: esta es Irene.
La amo.
¡Y vas a ser abuela!

— Y adoptaremos un perrito también — agregó.

Aquella noche, no había ventanas tristes en la ciudad: solo música, abrazos y felicidad.

Y hasta en los refugios, perros y gatos aún sin hogar sentían algo especial: la esperanza.

¡Que todos seamos felices!

Y de parte de mi querido Filipo — nuestro niño rescatado —, ¡mucho amor para todos!


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