Historias

—Abuela, mamá dijo que te deben llevar a una residencia de ancianos.

— Escuché la conversación de mis padres; un niño no inventaría algo así.

Ana Martínez caminaba por las calles de un pueblo cercano a Toledo, rumbo a recoger a su nieta del colegio. Su rostro irradiaba felicidad, y los tacones resonaban en el asfalto como en sus años de juventud, cuando la vida parecía una melodía interminable. Aquel día era especial: por fin era dueña de un piso luminoso y amplio en un edificio nuevo, tras años de ahorrar cada euro. La venta de su casa en el campo cubrió la mitad; el resto lo aportó su hija Elena, aunque Ana juró devolvérselo. A sus setenta años, viuda, le bastaba con su media pensión, mientras su hija y su yerno aún tenían toda una vida por delante.

Lucía, su nieta de ocho años, la esperaba en la entrada del colegio con dos coletas y una sonrisa. Corrió a sus brazos en cuanto la vio. Caminaron juntas rumbo a casa, hablando de cosas sin importancia. Lucía era la luz de Ana, su tesoro. Elena la tuvo tarde, casi a los cuarenta, y pidió ayuda a su madre. Ana dejó su pueblo natal, donde cada rincón estaba lleno de recuerdos, para estar cerca de ellas. Se mudó a una ciudad próxima y cuidaba de Lucía: la llevaba a la escuela, la recogía, la acompañaba hasta que los padres regresaban del trabajo, y luego se retiraba a su pequeño apartamento. El piso estaba a nombre de Elena, “por seguridad”. Ana no objetó: pensó que era solo un trámite.

—Abuela… —Lucía la miró con ojos grandes—, mamá dijo que te llevarán a una residencia.

Ana se detuvo en seco, como si un balde de agua fría le hubiera caído encima.

—¿Qué residencia, cariño? —preguntó, con un escalofrío en el cuerpo.

—Donde viven los abuelos. Mamá le dijo a papá que estarías mejor allí —susurró la niña, cada palabra como un martillazo.

—¡No quiero ir! Prefiero un balneario —dijo Ana, con la voz temblorosa. No podía creer lo que escuchaba.

—No le digas a mamá que te lo conté —suplicó Lucía, abrazándola—. Lo oí anoche. Dijo que ya habló con una señora, pero que te llevarán cuando yo sea un poco más grande.

—No diré nada —prometió Ana al abrir la puerta. Las piernas le temblaban—. Me duele la cabeza… voy a descansar un poco. Cámbiate, ¿sí?

Se dejó caer en el sofá, con el corazón acelerado y la vista nublada. Las palabras de Lucía destrozaron su mundo. Era cierto: un niño no inventaría algo así.

Tres meses después, Ana empacó sus cosas y regresó a su pueblo. Ahora vive de alquiler, ahorrando para comprarse una casita, con la ayuda de amigas y primos lejanos. Pero por dentro arrastra un vacío y un dolor profundo.

Algunos murmuran: «Debería haber hablado con Elena». Pero Ana lo tiene claro.

—Un niño no miente así —dice con firmeza, mirando al vacío—. Las acciones de Elena hablan por sí solas. Ni siquiera llamó para preguntar por qué me fui.

Supone que su hija entendió, pero prefirió guardar silencio. Ana espera. Espera una llamada, una explicación. Aunque no marca el número: el orgullo y la rabia la frenan. No se siente culpable, pero el silencio la desgarra. Cada día se pregunta: ¿esto es lo que queda de tanto amor y sacrificio? ¿Está su vejez condenada al olvido?

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