La madre anciana descansaba en su cama, frágil y cansada después de una vida llena de sacrificios y amor.

Sus manos, arrugadas por el tiempo, aún guardaban la ternura con la que, años atrás, acariciaba la frente de su hija para calmar sus miedos nocturnos.
La hija, sumida en el trabajo, las preocupaciones y la rutina diaria, visitaba a su madre cada vez menos. Siempre había algo más urgente, siempre había un “mañana” que parecía más importante.
Una tarde, sintiendo que su tiempo se agotaba, la madre llamó a la hija y, con voz temblorosa, pidió:
— Hija, tráeme un vaso de agua, por favor.

La joven, apresurada y sin darle mucha importancia al pedido, llenó rápidamente un vaso y se lo entregó a su madre. La anciana bebió lentamente y luego miró a su hija con una sonrisa serena.
— ¿Sabes? — dijo ella en voz baja — Cuando eras pequeña, despertabas muchas noches asustada o con sed. No importaba la hora ni lo cansada que estuviera, me levantaba para traerte agua, sostenía el vaso con paciencia y esperaba hasta que volvieras a dormir en paz.
La hija bajó la mirada, sintiendo un nudo en el corazón.
— Nunca consideré eso un sacrificio — continuó la madre con suavidad — porque el amor no se mide en renuncias, sino en los pequeños gestos de cada día, en los momentos en los que ponemos el bienestar del otro por encima de nuestra propia comodidad.
Con el corazón apretado, la hija sostuvo la mano de la madre y la acarició con ternura.
— Perdóname, mamá… — susurró, con los ojos llenos de lágrimas — Estuve tan ocupada con mi vida, siempre pensando que tendríamos más tiempo.
La anciana suspiró y sonrió con cariño.
— El tiempo, hija mía, es la riqueza más engañosa. Pensamos que siempre tendremos más, pero un día descubrimos que ya se ha ido. Y entonces, lo que nos queda son recuerdos… o arrepentimientos.
La hija sintió el peso de esas palabras en el corazón. Se inclinó y besó la frente de su madre, con el mismo amor con el que había sido besada tantas veces en su infancia.
— ¿Qué puedo hacer, mamá? ¿Cómo puedo corregir esto?
Con la poca fuerza que le quedaba, la madre apretó su mano y susurró:
— Empieza por lo más simple… No esperes hasta que sea tarde para estar cerca de quienes amas. No pospongas los abrazos, las palabras amables, los momentos preciosos. La vida no espera.
Esa noche, la madre se durmió en paz, sabiendo que su último consejo había sido escuchado. La hija, abrazando la fragilidad de la madre, comprendió que el amor no se mide por los años juntos, sino por la calidad de los momentos que elegimos compartir.
Moraleja de la historia: No esperes una ocasión especial para demostrar amor y cuidado a quienes están a tu lado. El tiempo es incierto, pero cada instante dado con amor se convierte en eterno. 💖