Un llanto ahogado venía del piso de arriba.

Amanda dejó de limpiar y escuchó. El sonido continuaba — suave, contenido, pero lleno de dolor. Sin pensarlo dos veces, subió las escaleras siguiendo el ruido.
En el pasillo encontró a un niño sentado en el suelo, sosteniendo un bastón blanco. Llevaba gafas oscuras, su cuerpecito encogido, y lloraba en silencio.
— Hola, pequeño… ¿estás bien?
El niño levantó la cabeza, asustado.
— ¿Quién está ahí?
— Soy Amanda. ¿Y tú?
— Benjamín — respondió, limpiándose la nariz con la manga. — Quería bajar a tomar agua, pero tengo miedo de caerme por las escaleras…
Amanda se agachó y le extendió la mano.
— Ven conmigo. No voy a dejar que te caigas, te lo prometo.
En la cocina, le llenó un vaso y se lo entregó, observando cómo él bebía con cuidado, tanteando el aire a su alrededor.
— ¿Te gusta la música, Benjamín?
— Sí… — su voz se volvió triste. — Mi mamá me cantaba… pero se fue.
Amanda sintió un nudo en el pecho. Tomó su celular y puso una melodía suave.
— Escucha esta. Es bonita.
Benjamín sonrió tímidamente.
— Suena como pajaritos cantando…
— ¿Quieres bailar?
— No sé bailar…
— Claro que sabes. Todos pueden bailar. La música vive en el corazón, no en los ojos.
Ella tomó sus manos y comenzó a balancearse de un lado a otro, despacio. Luego levantó los bracitos del niño, como si fueran alas.
— Imagina que eres un pajarito volando.
La sonrisa de Benjamín se iluminó por completo.
— ¡Estoy volando de verdad!
Bailaron por toda la sala. Amanda narraba la escena como si leyera un cuento:
— Ahora estás volando entre las nubes, bajando cerquita de las flores…
Benjamín reía libremente, sin miedo alguno. La música llenaba la casa, y los dos se movían como si fueran amigos de toda la vida — como si el hogar volviera a respirar.
Fue entonces cuando la puerta principal se abrió.
Diego entró, cargando una carpeta de trabajo. A sus 35 años parecía de 50, desgastado por tanto esfuerzo y tantos problemas de los que siempre intentaba huir. Entró distraído, pero se quedó paralizado.
Lo que vio le quitó el aire.
Su hijo — el mismo niño que pasaba los días callado, asustado, retraído — estaba sonriendo.
Sonriendo de verdad.
Girando con Amanda, más liviano que nunca desde que su madre se había ido.
Diego se quedó estático, sin saber si llorar o agradecer.
Amanda soltó lentamente a Benjamín al notar la presencia del padre.
— Diego… perdón. Él estaba llorando… yo solo quería ayudar…
Pero Diego negó con la cabeza, con la voz temblorosa.
— No tienes que disculparte. Yo… yo nunca vi a nadie hacer sonreír a mi hijo así.
Benjamín extendió las manos y abrazó con fuerza las piernas de su padre.
— ¡Papá! ¡Estaba bailando! ¡Fui un pajarito!
Diego se arrodilló y lo abrazó fuerte, dejando caer algunas lágrimas sobre el hombro del niño.
— Lo veo, hijo… estás increíble así.
Él levantó la mirada hacia Amanda.
— Gracias. Hoy hiciste más por nosotros de lo que te imaginas.
Amanda sonrió, con los ojos brillando — y en ese instante, sin necesidad de palabras, los tres entendieron:
Sus vidas estaban a punto de cambiar para siempre.
Y esta vez… para mejor.



