Un día, mi madre llegó a casa con un niño de ropa rota y dijo:

—Hijo, deja que juegue contigo.
Veinte años después, todos quedamos profundamente sorprendidos cuando se reveló su verdadera identidad…
Era el verano en que cumplía diez años, y nuestra vida familiar era tranquila en un pequeño barrio en las afueras de Guadalajara.
Mi padre era mecánico, mi madre vendía frutas y verduras en el mercado de San Juan, y mi hermano mayor y yo crecíamos volando cometas y cenando frijoles con tortillas bajo el cielo rojizo del atardecer.
Un día, mientras jugaba afuera, vi a mi madre regresar, tomados de la mano de un niño delgado, con ropa desgastada y cabello desordenado que casi le cubría los ojos.
El niño debía tener unos seis años y permanecía en silencio, con la cabeza baja, sujetando con sus manitas sucias el borde del vestido de mi madre.
—Hijo —dijo mi madre con voz suave pero firme—, este es Tito. Va a vivir con nosotros por un tiempo. Déjalo que juegue contigo, ¿de acuerdo?
Lo miré, curioso y desconfiado; sus ojos parecían vacíos, como si no supiera quién era ni de dónde venía. Quise hacerle preguntas, pero al ver la seriedad en el rostro de mi madre, solo asentí.
Esa noche, mamá contó que lo había encontrado vagando por el mercado, hambriento y asustado. Le preguntó quién era, pero el niño no recordaba nada: ni su nombre completo, ni su familia, ni dónde vivía.
Papá sugirió llevarlo a la comisaría para intentar localizar a sus padres. Tomaron nota del caso, pero como no había pistas, pidieron que lo cuidáramos temporalmente mientras investigaban.
Mis padres aceptaron, y así Tito pasó a formar parte oficialmente de nuestra familia.
En los días siguientes, se fue adaptando poco a poco.
Mamá le compró ropa nueva, le cortó el cabello y lo matriculó en la escuela conmigo.
Casi no hablaba; parecía que su memoria había sido borrada por algún accidente misterioso.
Cuando yo preguntaba, mamá solo sonreía y decía:
—Eres su hermano, y eso basta.
Papá me pidió que lo cuidara, y con el tiempo me acostumbré a ese niño callado pero amable.
Mi hermano mayor, siempre juguetón, al principio se burlaba de él, pero terminó encariñándose y lo llevaba al campo a cazar grillos.
A Tito le gustaba verme dibujar, y a veces yo le hacía pequeños retratos en secreto para regalarle.
Pasaron los años, y como nunca hubo noticias de su familia, mis padres lo adoptaron legalmente.
Tito se convirtió en una parte esencial de la casa: inteligente, siempre el primero de la clase, el orgullo de la familia.
Yo, en cambio, era un estudiante promedio que solo quería pintar.
Tito soñaba con ser ingeniero y trabajaba incansablemente para lograrlo.
A los dieciocho años, consiguió una beca completa en una universidad prestigiosa en la Ciudad de México.
La casa se llenó de alegría.
Mamá lo abrazó llorando, y papá le dio una palmada orgullosa en el hombro, como si fuera su propio hijo.
Ya habían pasado veinte años desde que Tito llegó.
Yo tenía treinta años, era pintor independiente y vivía en la capital.
Mi hermano mayor estaba casado y tenía dos hijos pequeños.
Mis padres seguían viviendo en la casa antigua, un poco encorvados por el tiempo, pero felices.
Tito, ahora un ingeniero exitoso, acababa de regresar de un gran proyecto internacional.
Para celebrar su regreso, preparamos una cena sencilla en casa.
Esa noche, mientras todos reíamos, un coche de lujo se detuvo frente a la puerta.
De él bajó una pareja elegante, acompañada por un anciano con traje que parecía ser su abogado.
—¿Tito? —preguntó el abogado con voz grave y formal—. En realidad, eres el heredero legítimo de la familia Del Valle, una de las más tradicionales y ricas del país. Tus padres biológicos murieron en un accidente, y todos los documentos muestran que estuviste perdido desde pequeño.
Tito palideció. Miré sus ojos y vi al mismo niño asustado de hace veinte años, ahora frente a una revelación inimaginable.
Respiró hondo, miró a nuestros padres adoptivos, a mi hermano y a mí, y dijo:
—Yo… nunca me sentí solo con ustedes. Ustedes son mi familia.
La pareja elegante sonrió, respetando la decisión de Tito, y juntos nos sentamos a la mesa, sintiendo que la verdadera riqueza no estaba en el oro ni en los títulos, sino en el amor que habíamos construido durante dos décadas.
Y así, aquel niño de ropa rota que mi madre trajo un día se convirtió en un hombre realizado, pero nunca dejó de ser nuestro Tito: el hermano, el hijo, el amigo.



