Traición a la compañera de todas las batallas… La venganza fue fría y refinada.

Jorge y Esperanza vivieron juntos treinta y cinco años. Casi la mitad de una vida. Su historia comenzó como en una novela romántica: bailes bajo la lluvia en Valencia, noches de charlas interminables y sueños compartidos de una casa con jardín en las afueras. Ella, delicada, de voz suave, pero con una fuerza interior inquebrantable. Él, ambicioso, con esa chispa de eterno inconforme que lo empujaba siempre a querer más.

Juntos superaron muchas pruebas: crisis económicas en Madrid, deudas que los asfixiaban, mudanzas constantes, duelos por seres queridos. Cuando Jorge abrió su primer negocio desde cero, fue Esperanza quien sostuvo el hogar: crió a los hijos, cuidó enfermedades y administró hasta el último euro. Y cuando por fin alcanzaron el éxito —con una vida llena de comodidades y frecuentes viajes a Mallorca— él se enamoró. De una joven secretaria llamada Lucía, de risa fácil y manos que “casualmente” rozaban las suyas.
No tardó en actuar. Contrató abogados carísimos para quitarle a Esperanza la casa: esa que reformaron juntos, donde ella plantó geranios y bordó manteles. Ese hogar que, alguna vez, fue símbolo de sus ilusiones.
El juez le otorgó la propiedad a Jorge. A Esperanza le dieron dos meses para marcharse, pero se fue en apenas cuarenta y ocho horas. Sin llanto ni escenas. Contrató una mudanza exprés y, como despedida, esparció gambas cocidas por las rendijas de las ventanas, detrás de los radiadores y dentro de los conductos de ventilación. Restos de su última cena en aquella casa ya vacía.
La nueva pareja se mudó feliz. La casa parecía sacada de un cuento: espaciosa, con terraza y vistas a la sierra. Pero al día siguiente, un hedor agrio y persistente invadió cada rincón. Limpiaron a fondo, cambiaron alfombras, compraron purificadores y ambientadores. Nada sirvió. Las visitas dejaron de llegar; ni el perfume caro de Lucía lograba ocultar el olor.
Jorge intentó vender la casa, pero los rumores ya se habían propagado por el pueblo. Las inmobiliarias se negaban a representarlos. Y la hipoteca del nuevo piso en Barcelona los tenía contra las cuerdas. Fue entonces cuando sonó el teléfono.
—¿Cómo van las cosas, Jorge? —preguntó Esperanza, tranquila.
—Mal. Esto… no tiene solución —admitió él, resignado.
—Qué raro. Yo extraño esa casa. ¿Quieres vendérmela? Digamos… ¿al 10 % de su valor?
Firmaron en una notaría de Sevilla. Él casi lloró de alivio. Al salir, Esperanza respiró hondo en el vestíbulo vacío… y sonrió.
Pero aún faltaba el acto final.
La nueva esposa exigió llevarse incluso los apliques de las cortinas. “Nada quedará de ella”, juró. Al desmontar las barras metálicas, liberaron el origen del misterio. El olor los siguió hasta Barcelona.
Esperanza no volvió a llamar. Hoy pasea entre sus geranios, mientras el viento trae consigo los ecos de una maldición merecida. Por olvidar a quien lo acompañó cuando no tenía nada. Por la soberbia. Por traicionar a quien jamás lo abandonó.