«Sí, soy así»: tenía otras mujeres, pero no pensaba dejar a su familia.

Todas mis amigas me decían que estaba loca. Y yo… lo sabía. Pero aun con esa certeza, no lograba cambiar nada. Mis sentimientos por mi marido se habían apagado hacía tiempo. Se fueron desvaneciendo entre lavadoras, cenas silenciosas, noches en vela y jornadas de trabajo interminables. Antes, volvía a casa empujada por el amor. Ahora, lo hacía por rutina, agotada, con la mirada vacía. A los cuarenta años, me sentía de cincuenta —y no era exageración, era la pura verdad.

La única persona que realmente me entendía era… mi suegra. Ana Martínez. Una mujer de carácter fuerte, pero con un corazón inmenso. Había venido a Madrid desde su pueblo porque allí no había tratamiento para su enfermedad, y se quedó en casa ayudándonos con Lucía, mi hija de siete años. No podía estar sola, y yo pasaba el día trabajando.
¿Y Pablo, mi marido? Ay… Pablo. Como si se hubiera dejado arrastrar por el “demonio de la carne”. Llegaba tarde, a veces de madrugada, oliendo a perfumes dulzones que él juraba que eran “nueva colonia masculina”, aunque todo el vecindario sabía que tenía… varias “amigas”.
Se confundía de nombre al hablarme. Me llamaba Laura, luego Sara, después Elena… Y siempre con esa sonrisa arrogante que parecía decir: “Sí, soy así. ¿Y qué?”. Ni siquiera se molestaba en ocultarlo. Más bien parecía orgulloso.
Todo siguió igual… hasta aquella noche, a las tres de la mañana, cuando sonó el teléfono. Una de sus “conquistas” gritaba al otro lado: “¿Dónde está? ¿Por qué no contesta?”. Lo que más me dolió no fue la llamada, sino cómo esa mujer había invadido mi casa, mi noche, mi vida.
Cuando Pablo apareció al amanecer, con resaca y cara de nada, no me contuve. Tiré sus cosas al pasillo con tanta rabia que hasta el gato se escondió bajo el sofá. Él murmuró:
—Sí, estoy con alguien… pero no voy a dejar a mi familia. Tenemos una hija. Mi madre está enferma. ¡Somos una familia!
Fue entonces cuando Ana, que había escuchado todo desde su habitación, levantó la voz como nunca antes:
—Si quieres estar con otra, vete. Busca otro techo. Mi tratamiento ya casi termina. Y Lucía tiene exámenes esta semana. Basta ya. Todos merecemos una vida digna.
Quise replicar, decir que era mi casa, mi decisión. Pero Ana no cedió:
—No me meteré, pero mientras viva aquí, no voy a permitir que esto se convierta en un prostíbulo. Que recoja sus cosas. Yo me iré en unos días. Después, haz lo que quieras.
Bajo la mirada firme de su madre, Pablo, murmurando, metió camisas y pantalones en una bolsa de deporte. Fue humillante. Para él. Y con toda razón.
Cuando se fue, sentí algo que no recordaba hacía años: silencio. Silencio real. Nadie gritaba, nadie llamaba a media noche, nadie exigía cena. Ana venía los domingos con magdalenas para Lucía y noticias del barrio. Y yo, sin darme cuenta, empecé a despertar sin ese nudo constante en la garganta. Incluso me miraba diferente en el espejo.
Dos meses después, cuando Ana terminó su tratamiento y preparaba su regreso al pueblo, Pablo apareció de nuevo. Con flores. Con cara de arrepentido. Y con unas palabras que me congelaron por dentro:
—Perdóname. Ella me echó. Lo entendí todo. Dame otra oportunidad. ¿Volvemos a empezar?
Ana, ya con el abrigo puesto y la maleta en la mano, me miró a los ojos:
—Decide tú. No voy a meterme. Pero ha llegado el momento de pensar en ti, no en quien te da lástima.
Y, tomando de la mano a Lucía, se fue a la cocina.
Yo me quedé en el recibidor, mirando al hombre que alguna vez fue mi hogar… y que ahora no era más que un desconocido. Y supe que tenía que tomar una decisión. Una que, por fin, solo dependía de mí.