Recuerdos Perdidos: Un Viaje de Amor y Esperanza.

No hay amor más paciente que el de una madre, ni espera más dolorosa que la de una madre olvidada. Richard tenía éxito, riqueza y una vida de la que se sentía orgulloso. Pero, en su carrera hacia la cima, dejó algo atrás… a su madre. Y cuando finalmente miró hacia atrás, ya era demasiado tarde.
Richard estaba de pie frente a la ventana de su oficina en lo alto de un rascacielos, contemplando la ciudad que se extendía debajo. Los edificios brillaban con la luz del atardecer, los autos parecían de juguete, las personas como hormigas. Él era solo una pieza más del engranaje.

— Señor, su esposa está en la línea dos — anunció su asistente.
— Gracias, Melissa — dijo al girarse. — ¿Amy? ¿Todo bien?
— Todo perfecto, amor. Solo quería confirmar la cena con los Henderson a las siete.
— Claro. Trataré de salir temprano.
— No te preocupes. Sabes lo importantes que son esos clientes.
Miró su reloj suizo — un regalo de aniversario de Amy. 17:30.
Si salía ya, tendría tiempo de cambiarse. Como CEO de una empresa de inversiones en expansión, cada minuto estaba cronometrado.
Pero no siempre había sido así. Nueve años atrás, Richard era solo un joven soñador de un pueblo pequeño. Su madre, Deborah, viuda, lo había criado sola con sacrificio.
¿Cuándo fue la última vez que la llamó? ¿Meses atrás? Ni lo recordaba. Su vida se había convertido en una rutina frenética. Las llamadas de su madre quedaban siempre “para después”.
— La llamaré esta noche — se prometió, mientras tomaba su maletín.
Pero en el fondo, ya sabía que lo olvidaría de nuevo. Siempre asumía que habría tiempo.
A 160 kilómetros, Deborah, de 70 años, se cubría con una manta en su porche, a pesar del calor.
— ¡Qué tarde tan hermosa, Deborah! — gritó Martha, su vecina.
— Sí, lo es — respondió ella con una sonrisa débil.
— ¿Alguna noticia de tu hijo?
— No hoy. Está muy ocupado… trabajo importante en la ciudad.
— Claro. Te traje unos huevos. Mis gallinas no paran.
— Qué amable. ¿Te quedas a tomar un té?
— No puedo. Tengo que llevarle unos a los Wilson antes de que oscurezca.
Deborah observó el camino por donde Richard se fue hace casi una década. El teléfono no sonaba desde hacía semanas. Las cartas, que solían llegar puntualmente, ya no venían.
Entró a su casa. Las fotos seguían allí: Richard de niño, de joven, graduado. Y una con su padre, tomada poco antes de que falleciera.
Fue hasta el escritorio, abrió su diario y escribió:
“15 de junio
Querido diario:
Hoy tampoco supe nada de Richie. Estoy tan orgullosa de él… pero esta casa se siente más vacía cada día. Extraño su voz, su risa, saber qué pasa en su vida.
Pensé en llamarlo, pero no quiero ser una carga. Ya tiene su familia, su mundo. A veces me imagino llegando sin avisar a su puerta. ¿Se alegraría? ¿O solo le recordaría el pasado que dejó atrás?
Quizás mañana me llame. Tal vez. Esperaré…”
Cerró el diario. Miró por la ventana. El gallinero estaba casi vacío. El estanque donde Richard jugaba, ahora era un charco inmóvil.
— Solo una llamada — murmuró. — Eso es todo lo que necesito.
Los días pasaron. Pero la llamada nunca llegó.
En la ciudad, Richard seguía con su vida. Nuevos clientes. Olivia, su hija, dio sus primeros pasos. Amy organizaba cenas elegantes. Todo parecía ir bien.
Pero a veces, entre reuniones, pensaba:
— Debería llamar a mamá.
Una vez lo intentó, pero un correo urgente lo interrumpió. Volvió a olvidarse.
Cuando Amy preguntó, él dijo:
— Está bien. Le gusta su casa. Ya le ofrecí mudarse, pero no quiso. Demasiados recuerdos, dijo.
— ¿Y si vamos a verla?
— Iremos. Cuando todo se calme.
Pero nunca se calmaba.
Una tarde, Richard llamó. Escuchó una grabación:
— El número marcado no está disponible.
Intentó de nuevo. Nada.
Le envió una carta. Días después, regresó cerrada: “Destinatario no disponible”.
— Amy — dijo preocupado —, creo que debo ir a verla.
— ¿Y qué esperas?
— Saldré mañana.
Al amanecer, tomó el auto. El camino era conocido pero se sentía diferente.
Al llegar a la casa de su infancia, notó que algo estaba mal. Persianas rotas. Maleza alta. Silencio.
— ¿Mamá? — llamó.
Nada.
Buscó la llave bajo la maceta. Entró.
Todo cubierto de polvo. Vacío.
Fue corriendo a casa de Martha.
— ¡Richard! ¡Por Dios! Pensamos que nunca volverías.
— ¿Dónde está mi madre?
— Se fue hace meses. Vendió sus gallinas. Dijo que iba a ver a alguien importante.
— ¿Cuándo?
— En octubre. Hace cinco meses.
Volvió a la casa. Buscó. Hasta que encontró el diario.
Última entrada:
“3 de octubre
Querido diario:
Mañana salgo. No puedo esperar más. Iré a ver a mi hijo. No le avisé. Será una sorpresa. Llevo un osito de peluche y el suéter que hice para su bebé.
Este será un nuevo comienzo… eso espero.”
No había más páginas escritas.
Ella había ido. Pero nunca llegó.
Richard denunció su desaparición. Visitó hospitales, albergues. Contrató detectives.
— La encontraré — prometía.
Pasaron dos meses. Sin éxito.
Hasta que, un domingo, la vio desde una cafetería.
Una mujer mayor, delgada, con ropa desgastada, frente a una panadería.
— ¡MAMÁ! — gritó, corriendo hacia ella.
Ella lo miró. Pero sus ojos no lo reconocieron.
— ¿Quién eres?
— Soy yo… Richard. Tu hijo.
— ¿Hijo? No tengo hijos.
Amy se acercó con Olivia en brazos.
— Deborah, soy Amy, tu nuera.
Ella negó. — Se equivocan. No sé quiénes son.
— Por favor — suplicó Richard —, acepta un café con nosotros.
Ella dudó. Pero accedió.
En el hospital, el diagnóstico fue claro: amnesia. Trauma. Memoria perdida.
— ¿Se recuperará? — preguntó Richard.
— Tal vez. No hay garantías. Pero sí esperanza.
— Nos la llevamos a casa — dijo Amy.
En el auto, Deborah miraba por la ventana.
— ¿He estado aquí antes?
— Sí — respondió Richard con la voz quebrada. — Viniste buscando algo valioso.
— ¿Y lo encontré?
— No — dijo él, con lágrimas. — Pero yo te encontré. Por fin.
Esa noche, mientras Amy dormía y Deborah descansaba, Richard leyó el diario.
Página por página, descubrió la soledad silenciosa de una madre olvidada.
Y prometió que, aunque nunca lo recordara, él estaría allí. Sería el hijo que ella siempre esperó que volviera.
Porque a veces, solo basta con recordar a quien nunca dejó de esperarnos.