Historias

Perdona, mamá, pero cuanto más lejos estemos de ti, mejor estaremos. Nos vamos. Adiós.


Ni siquiera fue una conversación. Fue un monólogo — el mío — el último, como una sentencia. Y, ¿sabes?, no esperaba respuesta alguna de tu parte. Simplemente no te di la oportunidad de decir una sola palabra. Porque sabía que, si lo hacía, todo volvería a empezar. Las acusaciones, los gritos, las manipulaciones. Porque así eres tú, mamá: una mujer acostumbrada a controlar, a imponer, a romper.

“¡Ella te quita todo tu dinero!” — gritaste cuando supiste que mi esposa y yo nos íbamos a mudar.

¿En serio, mamá? ¿Tú dices eso? Tú, que viviste toda la vida dependiendo de papá. Esperabas su sueldo como si fuera una fiesta. Siempre inconforme, siempre reprochando. Pero mi esposa no es como tú. Nosotros trabajamos juntos, sostenemos el hogar juntos, pagamos las deudas juntos y juntos planeamos nuestras vacaciones. Lo nuestro es justo. Es una sociedad, no una sumisión. Somos un equipo. Y tú estás acostumbrada a que el hombre aguante en silencio.

“¡Ella no te merece!” — otra vez tu voz.

No, mamá. Ella sí me merece. Porque me ama. No por dinero, ni por apariencia, ni por estatus. Me quiere tal como soy. Con todas mis rarezas, mis hábitos, mis cicatrices en el alma. Y yo la amo a ella. No hay una razón específica. Simplemente la amo. No necesito a “esa chica” — la hija de tu amiga — con la que intentaste emparejarme. Esa que ya tiene tres hijos de tres hombres distintos. No juzgues, mamá, si no conoces la historia. Y por favor, no te metas.

“¡Esos no son tus hijos! ¡Estás perdiendo tu tiempo con extraños!”

Mamá, yo decido quién forma parte de mi vida. Esos niños son parte de mí. Los amo. Y aunque no fueran hijos de mi esposa, igual me quedaría. Porque ser padre no tiene que ver con la sangre, sino con la decisión. Y yo decidí estar aquí. Ser apoyo. Ser padre. Y tú jamás fuiste a uno solo de sus cumpleaños. Nunca les diste un juguete. Ni siquiera una sonrisa.

“¡Ella ni siquiera sabe hacer cocido madrileño!”

¡Y gracias a Dios! Odiaba el cocido madrileño desde niño. Pero tú me obligabas a comerlo. Hasta la última cucharada. ¿Recuerdas cómo me amenazabas con el cinturón si no lo terminaba? Mi esposa no lo cocina — y soy feliz por eso. Soy libre. Como lo que me gusta. Vivo como quiero.

“¡Ni siquiera te cose los calcetines!”

Exacto. No los cose porque no necesito calcetines remendados. No soy papá, que usaba ropa desgastada mientras tú te comprabas otro vestido nuevo. Yo puedo comprarme lo que quiera. Tengo todo lo que necesito. Y mi esposa no es una sirvienta. Es una persona. Una mujer. Una compañera.

“¡Tú limpias la casa! ¿Qué mujer decente permitiría eso?”

Una mujer decente, mamá. Moderna, trabajadora, que se respeta a sí misma y me respeta a mí. No soy inválido. Puedo lavar los platos, hacer la comida, tender la cama. No me hace débil. Nos hace iguales. Tenemos respeto, no una dictadura.

“¡Ese no es tu hijo!”

¡Ese es mi hijo! Y si no lo crees, haz una prueba. Me encantaría ver tu cara cuando veas el resultado. Pero sabes qué, al final no se trata del ADN. Es mi hijo porque estoy aquí. Porque lo amo. Y tú jamás fuiste a un evento suyo, a un cumpleaños. Nunca le mandaste ni una tarjeta.

“¡Ella te va a dejar! ¡Encontrará a otro!”

Puede ser. Y si eso pasa, será justo. Porque tú haces todo lo posible para que se vaya. La humillas. La sigues hasta su trabajo. Incluso le ofreciste dinero para que me dejara. Difundes mentiras sobre ella. ¿De verdad crees que no lo sé? ¿Crees que ella no me lo cuenta?

Por eso, mamá, nos vamos. A otra ciudad. Ya encontramos una guardería, una escuela. Tenemos trabajo. Todo está listo, todo planeado. Pero no te diremos dónde. Lo siento, pero cuanto más lejos de ti, mejor estaremos. Más posibilidades tendremos de ser felices. Queremos vivir, no solo sobrevivir bajo tu yugo.

Adiós, mamá. No nos busques.


Artigos relacionados