Historias

Padre anciano expulsado de su hogar por su hijo y nuera, recibe ayuda inesperada en un momento crítico.

El hijo y la nuera echaron al anciano padre de su propia casa. El viejo casi se congelaba cuando una pata suave tocó su rostro.

Alejandro estaba sentado en un banco helado en un parque a las afueras de Segovia, temblando de frío. El viento aullaba como una bestia hambrienta, la nieve caía en copos gruesos y la noche parecía un abismo negro sin fin. Miraba al vacío, incapaz de entender cómo había terminado en la calle, después de haber construido esa casa con sus propias manos —ahora echado fuera como si fuera basura.

Horas antes, seguía entre las paredes que había conocido toda su vida. Pero su hijo, Julián, lo miró con una frialdad cortante, como si fuera un desconocido, no su padre.

—Papá, con Rocío ya no tenemos espacio —dijo sin pestañear—. Además, ya no eres joven. Estarías mejor en una residencia o alquilando una habitación. Tienes tu pensión…

Rocío, la nuera, estaba a su lado, asintiendo, como si todo aquello fuera lo más normal del mundo.

—Pero… esta es mi casa… —la voz de Alejandro temblaba, no por el frío, sino por el dolor de la traición.

—Tú me la traspasaste —Julián se encogió de hombros con una indiferencia que dejó sin aire a Alejandro—. Los papeles están firmados, padre.

Y en ese instante, el anciano comprendió que no le quedaba nada.

No discutió. Tal vez por orgullo, tal vez por desesperación, simplemente se dio la vuelta y se marchó, dejando atrás todo lo que amaba.

Ahora, en la oscuridad, envuelto en un viejo abrigo, sus pensamientos eran confusos: ¿cómo pudo confiar en su hijo, criarlo, darle todo, y acabar siendo una carga? El frío calaba sus huesos, pero el dolor del alma era mucho peor.

De pronto, sintió un roce.

Una pata caliente y peluda descansó suavemente sobre su mano helada.

Frente a él había un perro —grande, peludo, con unos ojos tan bondadosos que parecían humanos. Lo miró atentamente y luego empujó su mano con el hocico húmedo, como diciéndole: “No estás solo”.

—¿De dónde saliste, amigo? —murmuró el anciano, conteniendo las lágrimas.

El perro movió la cola y tiró suavemente del borde de su abrigo con los dientes.

—¿Qué quieres? —se sorprendió Alejandro, pero su voz ya no tenía la misma tristeza.

El perro insistía, y el anciano, con un largo suspiro, decidió seguirlo. ¿Qué podía perder?

Cruzaron varias calles nevadas hasta que una puerta de una pequeña casa se abrió ante ellos. Una mujer con un chal cálido en los hombros los miraba.

—¡Cid! ¿Dónde te habías metido, travieso? —empezó, pero al ver al anciano temblando, se detuvo en seco—. Dios mío… ¿está usted bien?

Alejandro quiso decir que sí, que podía arreglárselas, pero solo un gemido ronco salió de su garganta.

—¡Está helado! ¡Entre, por favor! —le tomó la mano y casi lo arrastró dentro de la casa.

Alejandro despertó en una habitación cálida. El aroma a café recién hecho y tal vez a bollos de canela flotaba en el aire. No sabía exactamente dónde estaba, pero el calor lo envolvía, alejando el miedo y el hielo.

—Buenos días —dijo una voz suave.

Él se giró. La mujer que lo había rescatado estaba en la puerta con una bandeja en las manos.

—Me llamo Lucía —sonrió—. ¿Y usted?

—Alejandro…

—Bueno, Alejandro —su sonrisa se amplió—, mi Cid no trae a cualquiera a casa. Tuvo suerte.

Él esbozó una leve sonrisa.

—No sé cómo agradecerle…

—Cuénteme cómo terminó en la calle con este frío —pidió ella, dejando la bandeja sobre la mesa.

Alejandro dudó. Pero en los ojos de Lucía había tanta preocupación genuina que, de pronto, le contó todo: sobre la casa, su hijo, cómo lo traicionaron aquellos por quienes había vivido.

Cuando terminó, un silencio pesado llenó la habitación.

—Quédese conmigo —dijo entonces Lucía.

Alejandro la miró, desconcertado.

—¿Qué?

—Vivo sola. Solo estamos Cid y yo. Me haría bien tener compañía, y usted necesita un hogar.

—Yo… ni siquiera sé qué decir…

—Diga “sí” —respondió ella con una sonrisa. Y Cid, como si estuviera de acuerdo, empujó su mano con el hocico.

En ese momento, Alejandro comprendió: había encontrado una nueva familia.

Meses después, con ayuda de Lucía, acudió a los tribunales. Los documentos que Julián lo había obligado a firmar fueron declarados inválidos. La casa volvió a su nombre.

Pero Alejandro no volvió allí.

—Esa casa ya no es mía —dijo en voz baja, mirando a Lucía—. Que se la queden.

—Y haces bien —asintió ella—. Porque tu hogar ahora está aquí.

Miró a Cid, a la cocina acogedora, a la mujer que le había devuelto el calor y la esperanza. Su vida no había terminado: apenas comenzaba. Y por primera vez en muchos años, Alejandro sintió que aún podía ser feliz.

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