Historias

“O envías a tu padre a un asilo, o me voy” — La vida de ella cambió después de que su esposo se llevó a su padre, pero no de la forma que esperaba.


Cuando Ángela le dio un ultimátum a su esposo, jamás imaginó la decisión que él tomaría. Dividido entre el amor y la lealtad, Stefan eligió algo que transformaría para siempre el destino de su familia.

La mañana comenzaba como tantas otras. La luz dorada del sol se filtraba a través de las persianas rotas de la cocina, iluminando la pequeña casa que Gektor había construido con sus propias manos. Sentado a la mesa, sostenía con dificultad su taza de café. El temblor en sus manos no era más que un recordatorio del paso del tiempo.

La casa crujía con cada paso, como sus rodillas cada vez que se ponía de pie. Pero era su hogar. Allí había vivido junto a Lina, su esposa durante cuarenta y cinco años. Las paredes estaban cubiertas de recuerdos: Alex en su graduación, Stefan con una sonrisa enorme sosteniendo un pez gigantesco, y Lina… siempre Lina, en cada retrato, sonriendo con dulzura.

— “Decías que me volvería viejo y gruñón… tenías algo de razón, Lina” — susurró con una sonrisa triste.

La casa estaba demasiado silenciosa sin ella. Pero incluso en la quietud, su presencia se sentía. La silla desgastada en el rincón, la taza de té favorita en el estante, el suave aroma a lavanda en los cajones. Todo hablaba de ella.

— “Te extraño cada día”, murmuró, aferrando el medallón que llevaba al cuello. “Pero seguiré adelante. Por ti. Por nuestros hijos.”

— “¿Papá? ¿Estás bien?” — la voz de Stefan lo sacó de sus pensamientos.

— “Sí, hijo. Solo recordando…”

Stefan, el hijo que se había quedado, siempre fue firme y presente. Alex, el mayor, se había mudado lejos tras convertirse en abogado. Tres años atrás, Stefan había traído a vivir a su esposa, Ángela. Y desde entonces, todo comenzó a cambiar.

Ángela era una mujer fría, impaciente, y poco tolerante con la fragilidad de Gektor. Le quitaba el plato antes de terminar de comer, resoplaba cuando caminaba lento, y apenas lo miraba. Stefan, cada vez más cansado, parecía estar atrapado entre su esposa y su padre.

Hasta que una noche, Gektor escuchó lo que jamás pensó oír:

— “Ya no puedo más, Stefan. Ese viejo tiene que irse. O lo llevas a un asilo, o me voy. Ya pagué una plaza. Solo falta que lo lleves.”

El corazón de Gektor se rompió. Al día siguiente, hizo su maleta en silencio. Stefan bajó con los ojos hinchados de haber llorado.

— “Papá… llegó el momento.”

— “Está bien, hijo. Lo entiendo”, respondió Gektor con serenidad.

El camino en el auto fue silencioso. Ángela no fue. Mientras miraba por la ventana, Gektor no tenía fuerza ni para preguntar a dónde iban. Hasta que Stefan dijo:

— “Papá… no puedo seguir con esto.”

— “¿Cómo dices?”

El auto se detuvo frente al aeropuerto. Stefan apagó el motor y se volvió hacia él.

— “No vas a un asilo. Te vienes conmigo. Alex y su familia nos están esperando.”

— “¿Y Ángela?”

— “Le dejé una carta. Cuando regrese, ya no estaremos.”

Gektor quedó sin palabras. Miró a su hijo, buscando dudas. Pero solo encontró convicción.

— “¿Me defendiste?”

— “Tú me enseñaste a hacerlo, papá. No podía permitir que te trataran así. Tú importas. Para mí. Para Alex. Para todos.”

Las lágrimas brotaron en los ojos de Gektor. Le tomó el brazo a su hijo con fuerza y dijo:

— “Gracias, Stefan. Gracias por no olvidarte de quiénes somos.”


Horas después, en una cálida ciudad costera, Alex los esperaba en la entrada de su casa con los brazos abiertos. Abrazó a su padre con fuerza, mientras Stefan descargaba las maletas.

— “¡Papá! ¡Cuánto te he extrañado!”

Los niños corrieron al encuentro del abuelo gritando “¡Abuelito!”, rodeándolo con ternura.

Esa tarde, cenaron en la playa: pescado asado, frutas frescas, risas bajo las estrellas. Gektor observaba a sus nietos jugar en la orilla, y a sus hijos reír como cuando eran pequeños.

— “Papá, criaste a dos hombres maravillosos”, dijo María, la esposa de Alex, sentándose a su lado.

— “Estoy orgulloso de ellos”, respondió Gektor conmovido.


Mientras tanto, Ángela regresaba a una casa vacía. Llamó a Stefan, pero solo el silencio respondió. Sobre la mesa de la cocina, un sobre con su nombre esperaba. Lo abrió con rapidez. Dentro, leyó:

“No puedo vivir en un lugar donde no hay respeto mutuo. Mi padre no es una carga. Es una bendición. Si no puedes verlo, no podemos continuar.”

La rabia se apoderó de ella. Apretó la carta, la tiró al suelo y murmuró:

— “Se fue… por él.”

Pero bajo su furia había otra cosa: la certeza de que Stefan había elegido a su padre… y que ella no podía hacer nada para evitarlo.


Meses después, Gektor estaba sentado en el porche, viendo cómo Stefan colocaba un cartel de madera junto al jardín:

“Bienvenido al hogar. Solo para la familia.”

— “Se ve bien”, dijo Gektor, con una sonrisa serena.

— “Es lo que esta casa representa”, respondió Stefan, limpiándose el sudor.

— “Lo hiciste bien, hijo. Tu madre estaría orgullosa.”

— “Aprendí de los mejores”, replicó Stefan, mirándolo con cariño.

Gektor miró a su alrededor: la casa, los árboles, las voces alegres en el fondo. No pensó en Ángela con rabia ni rencor, sino con claridad. Ella había sido solo una tormenta pasajera.

Los cimientos de su familia, sin embargo, seguían firmes.

Por primera vez en años, Gektor se sentía verdaderamente en casa.


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