“¡No me llames más, mamá, estoy ocupada!” —grité por teléfono. Y mi madre… nunca volvió a llamar.

Me llamo Catarina Oliveira y vivo en Tomar, una ciudad donde el tiempo parece caminar despacio entre piedras antiguas. La torre de la vieja iglesia se alza sobre el río Nabão como una guardiana muda del pasado. Crecí aquí, entre calles estrechas y el murmullo del agua, con el olor del pan recién hecho por las mañanas y la voz de mi madre llamándome a casa cuando el sol empezaba a caer.
Pero aquel día, todo cambió.
«¡No me llames más, mamá, estoy ocupada!» —exclamé, con más dureza de la que pretendía. Colgué con rabia, el corazón desbocado, la mente saturada. Había tenido una jornada complicada, llena de plazos, tensiones, y decisões por tomar. Sentía que no podía mais. Y su llamada —una más entre tantas— fue la gota que colmó el vaso.

Solo quería saber si ya había comido. Si estaba bien. Si dormía lo suficiente. Pero en ese momento… solo quería silencio.
Y me lo dio.
No llamó esa noche. Ni al día siguiente. Ni la semana siguiente. Al principio, ni siquiera lo noté. Estaba atrapada en mi rutina caótica, ocupada con tareas, metas, números y correos. Su ausencia me pareció incluso un alivio. Nadie interrumpiéndome, nadie recordándome que, en el fondo, seguía siendo hija de alguien. Pensé que al fin había conquistado mi espacio, mi independencia.
Pasaron dos semanas.
Una noche, sola en la cocina, con una taza de café frío entre las manos, algo dentro de mí se quebró. ¿Por qué no escuchaba ya su voz en mi cabeza? Esa voz que tantas veces me molestó… ahora me hacía falta. «¿Estará herida? ¿Orgullosa?» —me pregunté mientras miraba el teléfono. Ni una llamada perdida. Ni un mensaje. Solo… vacío.
Suspiré y decidí llamarla yo. El teléfono sonó, una, dos, tres veces… sin respuesta. «Claro», murmuré, tratando de convencerme, «como le pedí que no me llamara, ahora es ella quien me ignora». Pero había algo distinto. Algo en el silencio que me inquietaba. Una alarma interna que no me dejaba en paz.
Al día siguiente volví a intentar. Silencio otra vez. El nudo en el pecho se hizo más apretado. ¿Y si algo había pasado? Recordé sus palabras, suaves, constantes, llenas de amor: «Estoy siempre aquí, por si quieres hablar». ¿Y si ya no podía estar?
Lo dejé todo. Cerré la agenda, apagué el ordenador, ignoré los mensajes. Me subí al coche y conduje sin pensar hasta la aldea, no muy lejos de Tomar, donde vivía en los últimos años. Cada kilómetro me pesaba. Cada curva era un martillo en el corazón.
Abrí la puerta con mis propias llaves. Dentro, el aire era denso, inmóvil. El reloj de la pared había dejado de marcar el tiempo. Llamé: «¿Mamá?» —mi voz era apenas un susurro. Nadie respondió.
La encontré en su cama. Acostada. Inmóvil. Con el teléfono aún entre las manos. Sus ojos cerrados, el rostro en paz… como si simplemente estuviera durmiendo. Pero yo lo supe al instante. Esa paz no era sueño. Era despedida.
Sobre la mesilla de noche, una taza de té —fría, intacta. Al lado, un viejo álbum de fotos. Lo abrí temblando. En la primera página, una imagen de cuando era niña: yo sentada en su regazo, ella sonriendo, rodeándome con sus brazos. Las lágrimas me nublaron la vista. La garganta se cerró.
«¿Cuándo fue? ¿Intentó llamarme por última vez? ¿Quiso despedirse?» —me pregunté. Cogí su teléfono. Las manos me temblaban. La última llamada realizada… era a mí. La fecha: el mismo día en que le grité que no me llamara más.
Y ella obedeció.
Desde entonces, soy yo quien llama. Cada día. Cada noche. Marco su número, escucho los tonos vacíos, como si rezara a un Dios que ya no contesta. El silencio al otro lado del teléfono me atraviesa como un cuchillo.
La imagino allí, sola, con el teléfono en la mano, esperando escuchar mi voz. Y yo… la alejé. Fría. Cruel. Impiadosa. El trabajo, el estrés, las urgencias que antes creía vitales… ahora son nada. Ella solo quería cuidar de mí. Y yo lo sentí como una carga. Ahora lo entiendo: cada llamada era un puente. Y yo lo destruí con mis propias palabras.
Camino por su casa. Toco sus cosas, sus libros, su bufanda en el perchero. Todo permanece igual, menos ella. Cierro los ojos y por un instante creo oír su voz: «¿Ya comiste, hija?» Pero no hay nadie. Solo silencio.
Y ese silencio me acompañará… para siempre.