«No es tuyo, pero por favor, cuídalo»

Después de un día agotador de trabajo, todo lo que Almudena deseaba era cenar con su esposo, darse un baño caliente y olvidarse del mundo entre las sábanas. El día había sido un infierno: informes interminables, llamadas constantes y el estrés de siempre. Estacionó en el patio de su edificio, activó la alarma con el control remoto y caminó hacia la entrada. Estaba a punto de sacar las llaves cuando unos pasos vacilantes la hicieron girar. Frente a ella estaba una joven delgada, de unos dieciocho años, con un bebé envuelto en una mantita.
—Disculpe… ¿usted es Almudena? ¿La esposa de Adrián? —preguntó la joven con voz temblorosa.
—Sí —respondió Almudena, desconfiada—. ¿Pasa algo?

—Me llamo Lucía… Perdón por molestarla así, pero… este es el hijo de Adrián. Se llama Mateo. No sé qué hacer… Yo era repartidora, y ese día llevé un paquete a su esposo. Justo antes, mi novio me había dejado. Estaba destrozada, llorando como loca en el trabajo. Adrián intentó consolarme…
—Vaya consuelo, claro… —respondió Almudena con ironía—. ¿Y qué esperas de mí ahora?
—No tengo dónde quedarme… no tengo casa ni ayuda. Ya no puedo más. Por favor, quédese con él. Es su hijo…
—¡Ni pensarlo, querida! Si tú lo diste a luz, tú te haces cargo. ¿Qué tengo que ver yo en esto? —Almudena se dio la vuelta y entró al edificio, aunque por dentro ardía de rabia.
Por más que fingiera indiferencia, la idea de que Adrián la había engañado —y encima con un hijo— no la dejaba en paz. Esa noche, cuando él llegó a casa, ella fue directa:
—¿Te acostaste con Lucía?
Él bajó la mirada, sin mentiras ni excusas. Solo murmuró:
—Sí… Fue una vez… Estaba mal… Me arrepiento todos los días.
Antes de que pudieran seguir hablando, alguien llamó a la puerta. Adrián abrió y volvió con el bebé en brazos. Sobre la manta, un papel:
«Se llama Mateo. Por favor, cuiden de él…»
Quedó paralizado, como si el suelo se abriera bajo sus pies. Almudena tomó al niño, miró su carita asustada y dijo con firmeza:
—Ve a la farmacia. Compra biberones, pañales, leche… ¡Ya!
Y así fue como Mateo se quedó con ellos. Pasaron los días, luego semanas. Adrián, completamente perdido, no daba la talla como padre, y sus padres se negaban a aceptar al supuesto nieto, llamando a Lucía “una cualquiera”. Presionado, exigió una prueba de ADN. El resultado los dejó helados: Adrián no era el padre.
—Tenemos que llevarlo a un orfanato —dijo él al volver a casa—. No es mi hijo.
Pero Almudena ya había decidido:
—Ahora es mío. Si quieres quedarte, bien. Si no, la puerta está abierta. Pero yo no lo abandono. Si el cielo no nos dio hijos, fue porque estaba guardando este para nosotros.
Adrián se fue. Puso fin al matrimonio. Almudena quedó sola, pero no se rindió. Una niñera y hasta los vecinos la ayudaban con Mateo. Hasta que un día el pequeño enfermó: fiebre alta, convulsiones… ingreso urgente. Neumonía. Noches sin dormir junto a su cama de hospital.
Allí conoció al doctor Javier, un hombre sereno y amable que cuidó de Mateo y que, con el tiempo, empezó a mirar a Almudena con otros ojos. Un día le dijo:
—Lucía vino a preguntar por el niño…
—Si vuelve —pidió Almudena—, tráela conmigo.
Y así fue. Lucía volvió y, entre lágrimas, confesó que al final descubrió la verdad: Mateo era hijo de su exnovio, el que la había abandonado. En su desesperación, pensó en Adrián, el único que alguna vez le tendió una mano sin juzgarla.
Almudena no gritó ni la culpó. Solo la escuchó… y entonces recordó el aborto que había tenido en su juventud. Quizás el universo le estaba dando una segunda oportunidad.
—Ven a vivir conmigo —le dijo—. Empecemos de nuevo. Estudia. Vamos a salir adelante.
Lucía lloró, pero aceptó. Entró a la universidad, conoció a un buen hombre y se casó. Se llevó a Mateo, pero Javier se quedó. Le propuso matrimonio a Almudena, y ahora esperan un bebé.
Adrián quiso regresar. Su nueva relación había fracasado. Pero ya era demasiado tarde.
A veces, la bondad tarda en regresar… pero siempre vuelve. Solo hay que saber perdonar. Y escuchar al corazón.