No adopté a un niño de un orfanato; rescaté a una abuela del asilo—y no me arrepiento.

Cuando alguien adopta a un niño, la gente suele sonreír con aprobación, asentir con respeto e incluso emocionarse. Es algo noble, correcto, conmovedor. Pero, ¿y si te dijera que hice algo parecido, pero completamente diferente? No fui a un orfanato; fui a una residencia de ancianos. Y traje a casa a una abuela que no era mía. Una desconocida, olvidada por todos. Ni imaginas cuánta gente torció la nariz al enterarse.
“¿Has perdido la cabeza? Con la vida ya tan difícil, tus hijas aún pequeñas, ¿y traes a una persona mayor a casa?” Esa fue la reacción general. Incluso mis amigas me miraron extraño. Hasta la vecina, con quien solía tomar café en la plaza, frunció el ceño.

Pero no hice caso, porque sabía que era lo correcto.
Antes, éramos cuatro en casa: mis dos hijas, mi madre y yo. Vivíamos felices, cuidándonos unas a otras. Pero hace ocho meses perdí a mi madre. Fue un golpe que aún hoy me deja sin aliento. Un vacío en la casa, en el alma, en el corazón. El sofá vacío, el silencio por las mañanas en la cocina donde antes resonaba su voz… Quedamos tres, como huérfanas.
Pasaron los meses. El dolor disminuyó un poco, pero la ausencia permanecía. Hasta que un día, al despertar, comprendí algo importante: teníamos un hogar acogedor, manos dispuestas a ayudar y corazones abiertos. En algún lugar, alguien languidecía en soledad, entre cuatro paredes, sin nadie. ¿Por qué no ofrecer ese calor a quien desesperadamente lo necesitaba?
Conocía a la tía Rosario desde pequeña. Era madre de Adrián, mi amigo de infancia; una mujer alegre y cariñosa que siempre nos recibía con pastelitos y reía como una niña. Pero Adrián se perdió en el camino. A sus treinta años, empezó a beber descontroladamente. Poco después vendió el apartamento de su madre, derrochó todo el dinero y desapareció. Rosario acabó en una residencia.
A veces, mis hijas y yo la visitábamos. Le llevábamos frutas, galletas y comida casera. Ella seguía sonriendo, pero sus ojos revelaban una soledad insoportable y una profunda vergüenza. En ese momento supe que no podía dejarla allí. Lo conversé en casa. Mi hija mayor estuvo inmediatamente de acuerdo, y la pequeña Lucía, de cuatro años, gritó entusiasmada: “¡Vamos a tener una abuela otra vez!”
Deberías haber visto cómo lloró Rosario cuando le propuse vivir con nosotras. Apretó mi mano, profundamente emocionada. El día que fuimos a buscarla a la residencia parecía una niña, llevaba solo una pequeña bolsa, manos temblorosas y una mirada de gratitud que me dejó sin palabras.
Ya llevamos casi dos meses juntas. ¿Sabes qué es lo más increíble? No entiendo de dónde saca tanta energía esta mujer. Se levanta antes que todos, prepara tortitas, limpia la casa, cuida de las niñas. Es como si hubiera renacido. Mis hijas y yo bromeamos diciendo que la abuela Rosario es nuestro motor humano. Juega con Lucía, cuenta historias, teje guantes y cose vestidos para las muñecas. Nuestra casa volvió a tener alma.
No soy ninguna heroína, en serio. No quiero que esto parezca un acto de grandeza. Simplemente me di cuenta de que, cuando pierdes a alguien, piensas que nunca podrás volver a amar así. Pero no es verdad. La bondad regresa. Y si el mundo perdió a la abuela que hacía sus tortitas favoritas, quizás sea necesario abrir la puerta a otra a la que nadie recuerda.
Sí, no adopté a un niño. Pero rescaté a una abuela del olvido. Y quizás eso también sea, a su manera, un verdadero acto de amor.