Historias

Mi primito llegó en Pascua con un traje de buzo — no esperaba la reacción de mi familia


El almuerzo de Pascua ya estaba en pleno apogeo: jamón en el horno, huevos de colores por toda la casa y mi abuela gritando que “nadie entre a la cocina si no va a revolver algo”.

Fue entonces cuando apareció Román.

Tiene cinco años. Y estaba vestido de pies a cabeza como un verdadero buzo.

Traje de neopreno. Aletas. Unas gafas de natación con un esnórquel pegado con cinta adhesiva. Incluso llevaba una botella de refresco pintada de plateado amarrada a la espalda, simulando un tanque de oxígeno.

Al principio, todos simplemente lo miramos como… ¿qué?

Entonces mi tío estalló en carcajadas. Y, de repente, toda la sala estalló en risa. Había lágrimas en los ojos de muchos. Alguien se atragantó con un panecillo. Mi tía tuvo que sentarse de lo mareada que estaba de tanto reír.

Resulta que Román creyó que habría una “búsqueda submarina de huevos” porque alguien —ejem, probablemente mi hermano— le dijo en broma que este año el Conejo de Pascua había escondido los huevos en la laguna.

Y él se lo tomó muy en serio.

Pero nadie estaba preparado para cómo su pequeña “misión de buceo” cambiaría el ambiente de la reunión.

Román marchó directo hacia el patio trasero como si estuviera en una operación secreta. Sus grandes aletas golpeaban el suelo, y la cinta de las gafas le apretaba el rostro. Caminaba entre los adultos con determinación, completamente ajeno a las risas que lo seguían. Lo escuché murmurando por lo bajo, probablemente preparándose para lo que él pensaba que sería la búsqueda de huevos más importante de su vida.

Negando con la cabeza pero sonriendo, lo seguí afuera. “Román,” le pregunté, “¿dónde crees que están escondidos los huevos de pescado?”

Se giró con una expresión seria. “Obviamente, en la laguna. ¿Dónde más estarían? Duh.”

Sonreí y asentí. “Está bien, amigo. Vamos a ver qué encuentras.” La laguna, sinceramente, no era más que un pequeño estanque con algunos nenúfares y peces dorados. No era el lugar ideal para una búsqueda de huevos, pero Román estaba decidido.

Cuando llegamos, se arrodilló y miró dentro del agua, como esperando ver huevos brillando bajo la superficie. Era tierno, pero también me hizo pensar en lo fácil que es para los niños creer que el mundo funciona exactamente como ellos lo imaginan.

De repente, su cara se iluminó. Señaló hacia el agua y gritó: “¡Encontré uno! ¡Está brillando!”

Me reí y entrecerré los ojos. Claramente había visto algo. No era un huevo de Pascua, claro, sino una piedra brillante en el fondo del estanque que reflejaba el sol. Sin pensarlo, Román metió la mano tratando de alcanzarla.

“¡Román, espera!” grité, corriendo hacia él. Pero antes de que pudiera ayudarlo, ya había sacado la mano con una sonrisa de victoria. En ella, no solo tenía la piedra brillante, sino también una vieja y desgastada llave.

“¡Miren! ¡Es un huevo-llave!” gritó, alzándola como si acabara de encontrar un tesoro.

Parpadeé, confundido pero intrigado. No sabía qué tipo de llave era esa, pero no iba a romperle la ilusión. “Sí, Román, es un gran hallazgo. Una llave verdadera para el tesoro de los huevos escondidos.”

Él sonrió. “¡Voy a abrir la bóveda secreta de los huevos! ¡Seré el primero!”

En ese momento, más familiares empezaban a salir al jardín, curiosos por la “aventura submarina” de Román. Todos querían ver qué había encontrado.

“¿Román, qué es eso que tienes ahí?” gritó mi prima Jenna desde la puerta trasera.

“¡Encontré la llave de la bóveda secreta de los huevos!” respondió con orgullo.

Me reí. Era una escena inocente, pero algo en la forma en que lo dijo —tan seguro, tan convencido— me hizo dudar. Luego, algo más llamó mi atención: la llave. Se veía familiar. Antigua. Decorada, con un pequeño grabado de metal.

Mi abuela se acercó con el delantal puesto, secándose las manos llenas de harina. “¿Qué es esto de una bóveda secreta de huevos?”

Me encogí de hombros, pero Román alzó la llave aún más. “¡Voy a abrirla!”

Entonces, desde la galería, mi tía gritó: “¡Un momento! ¿Esa no es la llave del granero viejo?”

Las palabras hicieron que todos se quedaran en silencio.

“Mamá,” dijo mi madre en voz baja, “¿no dijiste que ese granero estaba cerrado por una razón? ¿Hace muchos años?”

Mi abuela, que hasta entonces reía con nosotros, se detuvo de golpe. Frunció el ceño al mirar la llave en manos de Román. “¿Dónde la encontraste?”

Román la miró sin entender el cambio de tono. “En la laguna. ¡Es para la bóveda secreta de los huevos!”

Mi corazón se aceleró al conectar los puntos. El granero. La llave. La reacción de mi abuela.

Sin decir una palabra, comenzó a caminar hacia el antiguo granero al fondo de la propiedad. Todos la seguimos, con la curiosidad creciendo. Había un peso en el aire. Cuando éramos niños, ese lugar siempre fue prohibido. Nadie explicaba el porqué. Simplemente no se preguntaba.

Mi abuela se detuvo frente a la puerta, temblando un poco al tomar la llave de las manos de Román. La observó unos segundos y luego la insertó en la cerradura. La puerta crujió al abrirse, dejando pasar haces de luz y un olor a madera vieja y heno.

En un rincón del granero, descansaba sobre un estante polvoriento una vieja canasta de huevos de Pascua.

Todos guardaron silencio. Mi abuela se acercó con cuidado y tomó la canasta con las manos temblorosas. Sus ojos se llenaron de lágrimas.

“Esta… esta es la canasta que tu abuelo hizo,” dijo en voz baja. “Era para tu madre. Cuando era niña.”

El ambiente cambió otra vez, esta vez con una carga emocional profunda. Las risas de antes parecían tan lejanas…

“Tu abuelo la terminó justo antes de morir,” continuó mi abuela. “Quería regalársela en Pascua. Pero nunca tuve el valor. Me recordaba demasiado lo que habíamos perdido. Así que la escondí.”

Nos quedamos allí, en silencio, procesando el momento. Román, aún con sus aletas y snorkel, miraba alrededor confundido.

“¿Encontré la bóveda secreta de los huevos, cierto?” preguntó en voz baja, como si dudara de lo que había pasado.

Mi abuela asintió y le sonrió con ternura. “Sí, Román. La encontraste. Hoy descubriste algo muy especial.”

Y fue entonces cuando vi lo hermoso de todo aquello. Con su inocente error, Román había desenterrado una parte olvidada de nuestra historia familiar. Nos había acercado —no solo al pasado, sino también entre nosotros.

Esa tarde, nos sentamos en familia a contar historias sobre la infancia de mi madre y sobre mi abuelo. Hubo lágrimas, pero también sonrisas. Y por primera vez, el viejo granero —que antes era un lugar de misterio— se sintió como un verdadero hogar.

Román no tenía idea de lo que había hecho, pero ese día nos regaló algo precioso: nos devolvió a un tiempo que habíamos perdido entre las prisas y el ruido. Nos recordó quiénes éramos.

A veces, los momentos más inesperados nos traen las lecciones más profundas. A veces, hay que tropezar con algo para descubrir su valor. Y Román, con su traje de buzo y su gran corazón, nos recordó el valor de la familia, de la historia y de la curiosidad.

Comparte esta historia con quien necesite recordar que, muchas veces, los más pequeños tienen el mayor impacto en nuestras vidas.


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