Historias

Mi hijo fue mi amigo y mi apoyo toda la vida, pero tras la boda nos volvimos extraños.

Nunca imaginé que mi propio hijo pudiera cambiar tanto bajo la influencia de otra persona. Mi único hijo, Javier, siempre fue un muchacho ejemplar: educado, bondadoso, siempre dispuesto a ayudar. Así creció y así siguió siendo de adulto. Hasta que se casó, éramos inseparables. Compartíamos largas conversaciones en mi casa del pueblo en Andalucía, confidencias, apoyo mutuo. Siempre con respeto, sin entrometerme demasiado. Todo se vino abajo cuando apareció ella: Lucía.

En la boda, los novios recibieron de sus padres un piso recién reformado en el centro de Valencia. Nunca lo visité, pero Javier me mostró fotos: paredes blancas, muebles modernos, ese aire cálido y acogedor. Después de enviudar, y sin ahorros, les regalé casi todas mis joyas familiares: collares de oro, anillos, pendientes. Le dije a Lucía: “Si prefieres fundirlas para hacer algo nuevo, adelante”. Solo quería ayudarles a empezar su vida juntos.

Pero Lucía… mostró su verdadero carácter desde el primer momento. Afilada como una navaja. Vi cómo examinaba los sobres con dinero que recibieron como regalo, contándolo mentalmente. Sentí una alarma en el pecho. Por un lado, esa ambición podía ser útil… pero con mujeres así, más vale no bajar la guardia. Hoy en día, muchas ven al marido como una billetera, gastan sin control y, al divorciarse, se llevan la mitad. No quiero ese destino para Javier, pero la preocupación me carcome.

Seis meses después, Lucía anunció que aplazaban tener hijos. “Imposible en este pisito”, decía. “Pedir una hipoteca ahora sería una locura, y Javier aún no es director en la empresa”. Su tono era dulce, pero yo solo oía cuentas frías y calculadas. Yo vivo en la casa inconclusa que empezó a construir mi difunto esposo. Techos sin aislamiento, grietas en las paredes. En invierno, el frío te cala hasta los huesos — mi pensión no alcanza para calentar todo el espacio. Entonces soltó: “Véndela, cómprate un estudio y danos el resto para comprar un piso más grande. Así podríamos pensar en formar una familia”.

¿Lo entienden? Quiere encerrarme en cuarenta metros cuadrados para quedarse con el resto. Luego, tal vez, quitarme hasta eso y mandarme a una residencia. Al principio, llegué a considerar la idea… si me ayudaban económicamente cada mes. ¿Ahora? ¡Jamás! Con alguien como Lucía, mejor dormir con el bolso bajo la almohada.

Javier vino después, insinuando que la idea tenía lógica: “Mamá, ¿para qué tanto espacio? Un piso sería más práctico”. Me mantuve firme: “Valencia está creciendo. En diez años, esta zona valdrá el triple. Vender ahora es un sinsentido”. Una vez propuse un trato: ellos ocuparían la casa y la reformarían, y yo me mudaría a su piso. Lucía se negó. Le molestaba hacer esfuerzos mientras yo siguiera viviendo cómoda. Quiere beneficios sin esfuerzo — así es ella.

Después, caí gravemente enferma. Fiebre altísima, tos que sacudía todo mi cuerpo. Llamé a Javier suplicando ayuda: comida, medicinas. Antes, habría venido volando. Esta vez, apareció al día siguiente. Me preparó un Frenadol con agua del grifo, dejó unas pastillas sueltas —¿caducadas?— y se marchó con excusas laborales. Por suerte, mi vecina Carmen me trajo sopa y paracetamol. ¿Y si no hubiera estado ella? ¿Qué habría sido de mí?

Mi hijo fue mi sol, mi razón de vivir. Confiaba en él ciegamente — no solo como madre, sino como amiga, como cómplice. El matrimonio borró todo. Ahora somos extraños. Él es mi sangre, mi orgullo… pero su corazón ya no está aquí. Lucía se alza entre nosotros como un muro de hormigón. La razón me grita que nuestro vínculo se rompió. Le tocó elegir: madre o esposa. Y la decisión ya fue tomada. Mi corazón aún espera que recuerde quién fui para él… pero cada día esa esperanza se disuelve, como niebla bajo el sol del levante.

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