Llegué sin avisar… y descubrí lo que jamás quise saber.

A veces pienso que la verdadera felicidad consiste en ver a tus hijos sanos, con una vida estable y una familia propia. Yo me consideraba una mujer afortunada: tenía un esposo amoroso, una hija adulta llamada Lucía y unos nietos cariñosos. No éramos ricos, pero vivíamos con amor y armonía. ¿Qué más podía pedir?
Lucía se casó joven, a los veintiún años, con Alejandro, que ya pasaba los treinta. Mi esposo y yo no pusimos objeciones: era un hombre serio, con trabajo estable y casa propia. No era un muchacho sin rumbo, sino alguien con los pies en la tierra. Él pagó la boda, la luna de miel, y colmaba a Lucía de regalos caros. Hasta los familiares murmuraban: “Lucía encontró a su príncipe azul”.

Los primeros años fueron de ensueño. Nació Pablo, luego Clara. Se mudaron a una casa más grande en Toledo y nos visitaban los fines de semana. Pero con el tiempo, Lucía se volvió callada, distante. Sonreía poco, respondía con monosílabos. Decía que todo iba bien, pero su voz sonaba vacía. El corazón de una madre no se equivoca.
Tras varios días sin recibir respuesta a mis mensajes, decidí ir a verla sin avisar. Sería una sorpresa. Pensé en decir: “Extrañaba a mis nietos”.
Al llegar, Lucía se sobresaltó. No por alegría, sino por incomodidad. Sus ojos apagados evitaron los míos mientras se refugiaba en la cocina. La ayudé con la cena, jugué con los niños y me quedé a dormir.
Esa noche, Alejandro llegó tarde. En su camisa había un cabello largo y rubio, y su chaqueta olía a un perfume de mujer, costoso y penetrante. Besó a Lucía en la mejilla; ella solo asintió, en silencio.
Me desperté de madrugada y lo escuché hablando por teléfono en el balcón, en voz baja:
—Pronto, amor… No, ella no sospecha nada.
Apreté el vaso con tanta fuerza que casi lo rompo. Sentí un nudo en el estómago.
Por la mañana, enfrenté a Lucía:
—¿Sabes lo que está haciendo?
Ella bajó la mirada y murmuró:
—Mamá, no te metas. Todo está bien.
Le conté lo que vi y oí. Ella, como si lo tuviera ensayado, repitió:
—Lo estás imaginando. Es un buen padre, nos da todo. El amor… cambia con los años.
Me encerré en el baño para llorar. Sentí que no solo perdía a Alejandro, sino también a mi hija. Ella vivía por obligación, no por amor, atada al miedo de perder la comodidad. Y él… aprovechaba su silencio.
Esa tarde, cuando Alejandro regresó, lo confronté:
—Sé lo que pasa.
No se inmutó:
—¿Y qué? —se encogió de hombros—. No la he dejado. Duermo aquí, pago las cuentas. Ella lo sabe y le conviene. No es asunto tuyo.
—¿Y si le cuento todo?
—Ella ya lo sabe. Prefiere ignorarlo. Así es más fácil.
Me quedé paralizada. Regresé a Madrid en tren, con el alma en pedazos. Por un lado, adultos responsables de sus decisiones; por el otro, mi hija —a quien siempre protegí— apagándose junto a un hombre indiferente.
No sé qué hacer. Mi esposo insiste:
—No te metas, la vas a perder.
Pero siento que ya la estoy perdiendo. Todo porque quiso “vivir como una reina”… y ahora paga ese lujo con su dignidad.
Sigo rezando para que un día despierte, se mire al espejo y entienda que merece más. Que el respeto vale más que una cartera de marca, que la fidelidad no es un lujo, sino lo mínimo. Quizás entonces, recoja sus cosas, tome a Pablo y a Clara de la mano… y se marche.
Yo… estaré aquí. Aunque ahora se aleje. Esperaré. Porque “madre” no es solo una palabra. Es quien no se rinde, aunque el corazón se le rompa.