Invité a mi novio a vivir conmigo y su familia se mudó con él: un caos que jamás imaginé.

Todo parecía bajo control. Mis fines de semana eran sagrados: café caliente, un buen libro y el susurro de la naturaleza como fondo. Hasta que recibí una llamada de Ryan: “Llego mañana.” Simple, ¿no?
Error. Llegó… con toda su familia.
Maletas. Niños. Gritos. Caos. Mi hogar tranquilo se convirtió en una invasión familiar total.
Ese sábado por la mañana, estaba en mi lugar favorito: la terraza. Taza de café en mano, libro en el regazo y el canto de los árboles alrededor. La ciudad parecía lejana, casi inexistente.

Entonces vibró mi celular. Era Ryan.
— Hola, amor — contesté con una sonrisa.
— Hola. Solo quería avisarte que llego mañana — dijo, como si fuera un detalle menor.
— ¿Mañana?
— Sí, para mudarme, como hablamos.
Respiré hondo. Habíamos conversado sobre eso, sí. Pero ahora era real. Él vendría a vivir conmigo.
— ¿Estás segura de esto? — preguntó.
— Sí, Ryan. Lo pensé bien. Llevamos seis meses. Tiene sentido. Hay espacio de sobra. Quiero estar contigo.
— Perfecto. Solo que… hay una cosita…
— ¿Qué cosita?
— Está algo ruidoso aquí. Después te explico. Te amo.
Y colgó.
¿Ruidoso? Qué raro. Lo ignoré. Tal vez eran solo nervios.
Pero al día siguiente, todo se desmoronó.
Abrí la puerta y quedé paralizada. Era como ver un circo bajando de una camioneta.
Ryan estaba en el medio, con cara de niño atrapado con las manos en la galleta. Y a su alrededor… sus padres, su hermana, su cuñado, su hermano menor y los gemelos — dos niños hiperactivos corriendo y gritando.
— ¿Qué demonios es esto, Ryan?
— ¿Recuerdas la “cosita” que te mencioné? Bueno…
— ¡Esto no es una cosita! ¡Es una mudanza masiva!
— Siempre nos mudamos juntos. Es una regla familiar. No tuve opción.
— ¿Y cuánto tiempo van a quedarse?
— No mucho… probablemente.
¿Probablemente?
Regina, su madre, ya evaluaba mi sala como si fuera agente inmobiliaria. Karen, su hermana, arrastraba maletas. Ron, el cuñado, montaba una estación para bebé en mi terraza. Los gemelos jugaban con ramas como si fueran espadas.
Mi paz desapareció en segundos.
Los días siguientes fueron una prueba de supervivencia.
Mi casa —silenciosa, tranquila— se volvió un albergue familiar.
Cada rincón estaba ocupado. Mi sala de lectura se convirtió en el cuarto de los gemelos. Mi oficina, en el “estudio” de Karen. Mi baño, una zona de guerra.
Cada mañana era una batalla. Gritos, discusiones sobre el desayuno, juguetes esparcidos por todas partes. Y siempre, olor a tostadas quemadas.
Hasta que un día, Ron rompió mi cafetera profesional.
— Karen, ¿qué pasó con mi cafetera?
— ¡Ah, fue Ron! — dijo, como si nada. — Siempre arruina los electrodomésticos.
Salí sin decir palabra.
Fui a la terraza… y vi a Thomas, el papá de Ryan, recostado en mi silla favorita, comiendo pastel y llenándola de migas.
Me acerqué. Me senté. Y la silla se rompió debajo de mí.
Caí al suelo. Mi libro salió volando. Y cuando lo recogí… estaba pintado con corazones rosados por los gemelos.
Fue el límite.
— ¡FUERA! — grité.
Al día siguiente, Ryan reunió a todos y les explicó que tenían que irse. Lo observé desde la ventana. Su madre molesta, su hermana protestando, los gemelos llorando. Y él… cabizbajo.
El silencio volvió. Pero no se sintió como antes. Se sintió vacío.
Salí y lo encontré en la terraza. Estaba reparando mi silla.
— ¿Qué haces? — pregunté.
— Arreglándola.
Vi que también traía un libro. El mismo que los niños habían arruinado. Uno nuevo.
— Sé que mi familia es mucho — dijo con voz suave. — No puedo cambiar eso. Pero sí puedo reparar lo que dañan.
— Nos iremos esta noche.
Dudé. Luego hablé, sin pensar.
— Espera…
Me miró sorprendido.
— No te vayas. Me equivoqué. Esto es difícil, pero te amo. Y tu familia es parte de ti.
Ryan sonrió, aliviado.
— ¿Segura? Ellos pondrán a prueba tu paciencia.
— Me acostumbraré.
Me abrazó. Y lo dejé.
Porque a veces, el amor no es solo calma y romance.
A veces, también es caos. Y aun así… decidir quedarse.