Huí de mi propia boda al escuchar una conversación entre mi padre y el novio.

A veces, basta una sola frase, una palabra lanzada al azar, para que el mundo que has construido durante años se derrumbe en cuestión de segundos. Eso fue lo que me pasó. Todavía no entiendo cómo algo tan doloroso no ocurrió en una telenovela, sino en mi vida real.
Me llamo Inés, y hasta hace unos días era una novia feliz, enamorada, emocionada por vivir el capítulo más brillante de mi historia. Llevaba casi tres años con Gonzalo. No era una historia perfecta, pero ¿acaso existe el amor perfecto? Éramos como dos mitades que se completaban: discutíamos, nos reconciliábamos, soñábamos juntos. Y cuando quedé embarazada, Gonzalo no huyó, no inventó excusas, no me llenó de promesas vacías. Me propuso matrimonio y comenzamos a planear la boda con ilusión. Todo parecía un sueño.

Elegí el vestido con el corazón latiendo fuerte, acariciando el encaje con manos temblorosas. Cuidamos cada detalle: el restaurante, el menú, la música… Mi madre lloraba de emoción. Mi padre, como siempre, era reservado, y yo pensé que era por los nervios. Aquella mañana, me miré al espejo y sonreí: era el inicio de mi cuento de hadas.
Nos casamos en el registro civil, entre aplausos y gritos de “¡Vivan los novios!”. Después, la celebración continuó en un restaurante lujoso en el centro de Madrid. Música alta, brindis, baile… todos se divertían. Todos, menos yo.
Aproximadamente una hora después de iniciar el banquete, salí a tomar aire. Y por pura casualidad, escuché una conversación que cambió mi vida para siempre. Mi padre y Gonzalo estaban en una esquina, fumando. No quería espiar, pero reconocí la voz de mi padre y me detuve.
—Yo también caí en la trampa —decía con una sonrisa irónica—. Tuve que casarme con su madre por el embarazo. No hubo amor, ni felicidad. Solo un eterno sentido del deber. Te estás equivocando, Gonzalo. Ella, igual que su madre, solo arruina vidas. La suya y la tuya.
Me quedé inmóvil. No sé cómo logré moverme. No fue solo un golpe al corazón, fue una traición doble. Mi padre, a quien siempre idolatré, mi ejemplo de familia, mi roca… Y Gonzalo, mi esposo. Él no dijo nada. No lo defendió. Solo asintió. Sabía. Ambos sabían. Y ninguno se detuvo. Ninguno mostró arrepentimiento por lo dicho.
Me fui. Sin explicaciones. Sin mirar atrás. Caminé sin rumbo, llorando, temblando. Todo me dolía. El hogar, la familia, el amor… todo se volvió falso, ajeno, sucio. Creí vivir en una familia ejemplar. Resultó ser una mentira.
Desaparecí durante dos días. Cuando volví, no hablé con nadie. Dejé las llaves del coche que me regaló mi padre sobre su escritorio. Luego llamé a Gonzalo. Solo le dije:
—Hoy presento la solicitud de divorcio. Ya no somos marido y mujer.
Al principio no me creyó. Gritó, suplicó, lloró. Pero ya era demasiado tarde. Porque a veces, una sola frase basta para destruir no solo un matrimonio, sino todo lo que alguna vez consideraste verdad.