Historias

ENCONTRÉ UN REGALO EN LA PUERTA DE CASA EN NAVIDAD — DESPUÉS DE ABRIRLO, MI VIDA NUNCA VOLVIÓ A SER LA MISMA

En la mañana de Navidad, Samantha se sentó en silencio, con el corazón cargado de preocupaciones. Se cuestionaba sus decisiones, su futuro y si sus hijas realmente eran felices. La alegría habitual de la temporada parecía lejana, reemplazada por una tristeza sutil que no podía ignorar. Pero todo cambió con un solo timbrazo en la puerta… y una misteriosa caja que transformaría sus vidas para siempre.

Sus trillizas de cinco años —Anna, Bella y Cara— estaban sentadas en la alfombra desgastada, coloreando libros sencillos que Samantha había conseguido en la tienda del dólar. Sus risas eran el único calor en aquella habitación fría.

— “¡Mira, mamá!”, gritó Anna, mostrando orgullosa su dibujo. Había pintado un caballo morado con alas gigantes.

— “Es hermoso, cariño,” dijo Samantha, forzando una sonrisa aunque tenía un nudo en la garganta. Era Navidad, una época mágica… pero para ella, la magia se había desvanecido.

Seis meses antes, Chad —su exmarido y padre de las niñas— se había mudado a Canadá con su nueva novia. Su partida no solo vació sus cuentas bancarias, sino también desmoronó la base de su familia. La pensión alimenticia llegaba de forma irregular, los ahorros se agotaban y aquella Navidad apenas significaba mantener la calefacción encendida y envolver unos cuantos regalitos modestos.

Aun así, las risas de sus hijas le daban fuerzas para continuar.

Entonces, sonó el timbre.

— “¿Quién será?” murmuró, ajustándose el chal.

— “¿Quién es, mamá?”, preguntó Cara.

— “No lo sé, cariño,” respondió Samantha. “Vamos a ver.”

Abrió la puerta. La calle estaba vacía. Pero sobre el umbral había una gran caja, envuelta en papel rojo brillante con un lazo verde perfecto. Miró a su alrededor. No había nadie. Ni huellas en la nieve.

— “¡Mamá! ¿Es para nosotras?”, preguntó Anna.

— “No estoy segura, cielo,” dijo, levantando la caja. Pesaba más de lo que parecía.

— “¿Podemos abrirla? ¡Por favor!”, suplicó Bella.

Dentro había dos fajos de dinero, docenas de chocolates y galletas, y medias navideñas llenas hasta el tope. Encima de todo había un sobre blanco con su nombre escrito a mano.

— “Mamá, ¿por qué lloras?”, preguntó Cara con suavidad, tirando de su manga. — “¿Te duele algo?”

— “No, mi amor,” susurró Samantha, con lágrimas corriendo por su rostro. — “Mamá está bien. Más que bien.”

Con manos temblorosas, abrió el sobre. Dentro había una carta escrita a mano:


Querida Samantha,

Hace años ayudaste a una desconocida —una joven perdida y desesperada— ofreciéndole comida caliente y un techo por una noche. No lo sabías, pero tu bondad me salvó la vida.

Esa joven era yo.

La vida ha cambiado mucho para mí desde entonces, pero jamás olvidé tu generosidad. Hoy quiero devolverte ese gesto de una forma que marque la diferencia para ti y tus hijas.

Dentro de esta caja hay lo suficiente para que empieces de nuevo. El dinero es tuyo para lo que necesites. También hay un cheque para darte más apoyo.

Tú me mostraste el poder de la bondad. Ahora es mi turno de hacer lo mismo.

Feliz Navidad,
Una amiga


Samantha rompió en llanto, y sus hijas se aferraron a ella, dándole el consuelo más puro.

En los días siguientes, usó el regalo con sabiduría: pagó sus deudas, reparó la casa y, finalmente, se atrevió a cumplir su sueño: abrir una pastelería. Con el dinero restante, montó una pequeña cocina en el garaje y lanzó “Dulces de Samantha”.

Los pedidos no tardaron en llegar, y pronto su negocio se volvió un favorito en el vecindario.

Sus hijas la miraban con orgullo, especialmente cada vez que veían una caja con el logo de su mamá.

— “¿Mamá, ahora eres feliz?”, preguntó Anna una noche mientras decoraban galletas.

— “Sí, mis amores,” respondió Samantha, con el corazón lleno. — “Y ustedes me hacen aún más feliz.”

Desde aquella Navidad, Samantha y sus hijas comenzaron una nueva tradición: hornear galletas y dejarlas, en secreto, en las puertas de familias necesitadas.

— “Nunca sabes hasta dónde puede llegar un acto de bondad,” les decía cada año.

Y ellas le creían. Porque lo habían vivido.

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