Historias

El vestido inapropiado: Una lección sobre la juventud y la identidad.

Era una cálida tarde de sábado cuando mi madre, de 62 años, llegó a mi casa con el vestido. Lo había comprado la semana anterior y, a pesar de que era una elección bastante cuestionable, lo había usado todos los días desde entonces.

No era un vestido feo en sí, simplemente era demasiado llamativo, demasiado juvenil y completamente fuera de lugar para alguien de su edad.

Y los tacones… ah, los tacones. Altos, elegantes y plateados, algo que imaginaría en una mujer mucho más joven saliendo por la noche. Pero mi madre los usaba como si formaran parte de una nueva versión de sí misma.

Ni siquiera recordaba la última vez que había llevado algo acorde a su edad, pero me abstuve de decir algo.

Al menos por ahora. No era que no amara a mi madre —la adoraba—, pero siempre había sido de las que querían ir un paso adelante en las tendencias, cruzando ciertos límites incluso cuando no hacía falta.

Siempre se había enorgullecido de su espíritu juvenil, y aunque admiraba eso en ella, a veces me hacía sentir incómoda.

Pero ayer todo eso me golpeó de frente. Era el sexto cumpleaños de mi hija, Sophie. Estábamos organizando una fiesta en casa, con todos sus compañeros de clase invitados. Había pasado toda la semana planeando, decorando, intentando que todo fuera perfecto para ella.

Sabía que Sophie estaría feliz, pero había una inquietud rondando mi mente: que la fiesta se viera empañada por la falta de conciencia de mi madre sobre lo inadecuado de su atuendo.

Cuando sonó el timbre, abrí la puerta y allí estaba ella, de pie, con una gran sonrisa, su cabello gris perfectamente peinado, y ese vestido: floral, amarillo brillante, con el dobladillo justo por encima de las rodillas. Los tacones, por supuesto, eran plateados y relucían bajo el sol. Me miró esperando mi reacción.

—Mamá, ¿estás segura de esto? —pregunté, intentando sonar calmada, ocultando mi incomodidad.

—Ay, cariño, no seas tonta. ¡Me encanta! —exclamó girando con el vestido—. ¡Me siento fabulosa, como a los veinte! Puede que tenga más años, pero me niego a dejar que la edad me defina.

Sonreí débilmente, tratando de disimular lo que sentía.

—Te ves fabulosa, mamá. Solo que… bueno, ya llegaron los niños y…

—¿Y qué tiene de malo un poco de estilo? —me interrumpió—. Quiero sentirme bien, y este vestido me hace sentir que puedo con todo.

Estaba tan orgullosa de sí misma, y parte de mí quería dejarla disfrutar, pero otra parte sentía una punzada de vergüenza.

A medida que avanzaba la fiesta, notaba las miradas de otros padres dirigidas hacia ella, sonrisas contenidas teñidas de juicio. Ese tipo de expresión que dice “pobrecita” sin decirlo en voz alta.

Sophie, bendita sea, no parecía darle importancia. Jugaba feliz con sus amigos, completamente ajena a mi creciente incomodidad.

Pero yo no podía ignorar las miradas de las otras madres, ni los susurros discretos que la seguían al pasar. Ella no lo notaba, o tal vez no le importaba, pero yo sí sentía el peso de todo eso.

Más tarde, cuando los niños comían pastel, tomé a mi madre aparte.

—Mamá, ¿podemos hablar un momento? —le pedí, con voz suave pero firme.

—Claro, querida. ¿Pasó algo? —me respondió, mirándome con preocupación.

Dudé. No sabía cómo decirlo. No quería herir sus sentimientos, pero necesitaba ser sincera. Necesitaba que entendiera que sus elecciones ya no eran tan encantadoras como antes.

—Mamá, solo… no sé cómo decir esto, pero creo que el vestido y los tacones ya no son para ti —empecé, las palabras saliendo más lento de lo que esperaba.

Ella me miró, su rostro se descompuso.

—¿No te gusta cómo me veo?

—Sí… pero creo que tal vez sea momento de pensar en algo más… apropiado para tu edad —dije, titubeando. No quería ser cruel, pero al decirlo sentí un alivio.

Mi madre parecía herida.

—¿Te doy vergüenza? —preguntó con la voz temblorosa, y vi que luchaba por no llorar.

—No, mamá, claro que no —repliqué con el corazón hecho trizas—. Te quiero muchísimo. Solo creo que estás aferrándote a algo que… ya no encaja contigo.

Ella apartó la mirada, con los labios temblando.

—Solo… no quiero ser invisible. No quiero envejecer y que nadie me mire —susurró—. Pensé que esto… me haría sentir vista. ¿Entiendes?

Me acerqué y puse mi mano sobre su brazo.

—Mamá, tú no eres invisible. Nunca lo has sido. Eres mi madre, y eso es todo lo que importa. No tienes que vestirte como si tuvieras veinte para ser hermosa. Ya lo eres.

No dijo nada al principio. Miró al suelo, con los hombros temblando. Vi que mis palabras le habían dolido más de lo que imaginaba, pero también supe que eran necesarias.

Más tarde, cuando la casa estaba en silencio y todos se habían ido, encontré a mi madre sentada sola en la sala. Se había quitado los tacones y tenía el vestido sobre las piernas. Sus ojos estaban rojos. Había llorado.

—Lo siento —dijo en voz baja, con la voz ronca—. No quise hacerte sentir avergonzada. Solo… no quería perderme a mí misma.

Me senté a su lado, sintiéndome culpable por haber sido tan dura.

—Mamá, no quise hacerte daño. Solo quiero que seas feliz. Y creo que quizás estás aferrándote a una imagen de ti que ya no representa quién eres ahora.

Ella asintió lentamente.

—Supongo que tengo miedo de lo que significa envejecer. Pensé que si seguía tratando de verme joven, tal vez podía detener el tiempo. Pero tienes razón. No necesito eso. Voy a intentar soltarlo.

La abracé con fuerza. Las dos nos aferramos la una a la otra, buscando consuelo en la quietud triste de la noche. Sabía que mi madre nunca dejaría de intentar verse joven, pero también comprendí que no se trataba del vestido o de los tacones.

Era su deseo de sentirse vista, de sentirse relevante, de seguir importando en un mundo que suele ignorar a los mayores.

En los días que siguieron, intenté ser más comprensiva. Ayudé a mi madre a elegir ropa nueva que la hiciera sentir cómoda, prendas que pudiera llevar con confianza sin tener que fingir ser otra persona.

Pero en el fondo, sabía que aquella conversación había dejado una herida. Una herida que tardaría en sanar.

Y esa es la verdad más dura: a veces, las cosas que hacemos para no sentirnos invisibles son las que terminan alejándonos de las personas que más amamos.

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