El sepulturero se congeló cuando una voz suave habló — Luego la tocó y se echó hacia atrás

El señor Thomas —o simplemente Thomas, como lo llamaban todos en el cementerio del remoto pueblo— hundía su pala en la tierra húmeda y pesada con un gruñido cansado. Era solo otro día, igual a los cientos que habían pasado.
Llevaba más de veinte años haciendo ese trabajo, desde que la ciudad cruel e indiferente lo había desechado como una herramienta vieja e inútil. Ahora vivía al margen de la sociedad, en un mundo donde los muertos no mentían y el silencio lo envolvía todo.
Entre lápidas cubiertas de musgo y abedules antiguos, Thomas había encontrado un tipo extraño de paz. Allí no necesitaba fingir. A menudo murmuraba críticas sobre los jóvenes —siempre pegados a sus pantallas, desconectados de las emociones reales—, pero no lo hacía con amargura, sino con resignación.
Ya estaba acostumbrado al dolor en sus huesos, al olor de la tierra mojada, a la soledad que lo arropaba como un abrigo viejo. Era una vida dura, pero le daba una tranquilidad rara.
“¡Abuelito Thomas!” gritó de pronto una voz alegre y aguda.
Saltando por el pasto desigual apareció Lily, una niña delgada de unos ocho años, con un vestido descolorido y sandalias gastadas. Era su visitante frecuente, casi como de la familia. Ya era parte del cementerio, como los cuervos posados en los árboles.
“Ahí estás de nuevo, mi pajarito,” dijo Thomas sonriendo.
Metió la mano en su vieja mochila de lona. “¿Tienes hambre?”
Le ofreció un sencillo sándwich envuelto en un periódico del día anterior. Lily lo tomó como si fuera un tesoro y lo devoró con rapidez, el rostro lleno de alegría.
“Mastica despacio,” advirtió él con dulzura. “Te vas a atragantar.”
En su voz solo había cariño. Sabía muy bien lo que la pequeña sufría fuera de allí. Era demasiado flaca, demasiado seria para su edad.
Cuando terminó de comer, Lily lo miró con ojos grandes y tristes.
“Abuelito Thomas… ¿Puedo quedarme contigo esta noche?” susurró. “Mamá… se va a casar otra vez.”
Thomas no necesitó más explicaciones. En el mundo de Lily, “casarse” significaba borracheras, hombres desconocidos, gritos… y moretones. Ya los había visto antes en sus brazos. Aquella vez había ido a su casa y con solo su presencia había hecho callar a todos. Pero sabía que no era una solución duradera.
“Claro que sí, pajarito,” dijo en voz baja. “Vamos, pronto oscurecerá.”
Al día siguiente, hubo otro entierro. Una mujer joven, elegante y hermosa, había muerto —se ahogó en su auto de lujo, a las afueras de la ciudad. Cuando llegaron los familiares, parecían más preocupados por los papeles de herencia que por llorar su pérdida.
Thomas cavaba como en automático. Sacudía la cabeza por la injusticia de todo. Tanta belleza, tanto dinero… y ni una sola lágrima sincera.
“¿Quién es ella?” preguntó Lily desde una banca cercana.
“Una mujer joven,” respondió él sin mirarla.
“¿Te da tristeza por ella?”
“Me entristecen todos los que mueren,” dijo Thomas con suavidad. “Ellos ya no pueden cambiar nada.”
Cuando terminó la tumba, se apoyó en la pala y suspiró.
“Vamos a tomar un poco de té caliente.”
Lily le tomó la mano áspera con su manita, y juntos fueron a la caseta —un cuartito que olía a hierbas secas y humo de leña. Para Lily, era el lugar más seguro del mundo.
A la mañana siguiente, un coche fúnebre llegó al cementerio. Se estacionó junto a la tumba recién abierta. Dos hombres de traje bajaron un ataúd brillante y lo colocaron sobre unos soportes de madera.
“Apúrese, viejo. Tenemos prisa,” dijo uno con impaciencia.
Thomas frunció el ceño. “Esto no es leña,” respondió. “Ella merece respeto.”
Los hombres bufaron y se marcharon, prometiendo volver pronto.
Thomas quedó solo —con el ataúd, el silencio… y el deber solemne de esperar.
Sin ser vista, Lily salió de la caseta y se acercó sigilosamente a la tumba. Se agachó al borde y miró dentro.
La mujer estaba hermosa, incluso en la muerte. Pálida y serena sobre un lecho de satén blanco. Parecía dormida.
Lily se volvió hacia Thomas y dijo en voz baja:
“¿De verdad vas a enterrarla?”
Las palabras le golpearon el corazón. Thomas se incorporó, apagó su cigarrillo y caminó hacia el ataúd.
Estaba fría… pero no con el frío que él conocía tan bien.
Colocó dos dedos sobre su cuello.
Esperó.
Un latido.
Y otro.
¡Un pulso!
Retrocedió como si lo hubieran quemado. Su mente se agitó. Recordó historias de personas mal diagnosticadas, que despertaban en la morgue. ¿Podría ser este el caso?
Sin perder tiempo, llamó a una ambulancia.
Cuando los paramédicos llegaron y se la llevaron, Lily aplaudió feliz.
“¡La salvaste, abuelito! ¡Eres un mago de verdad!”
Él la abrazó con fuerza.
“No, Lily,” murmuró. “Tú nos salvaste a los dos.”
Pasó un mes.
El cementerio volvió a su rutina. Thomas seguía trabajando. Lily seguía a su lado. Pero ahora él pensaba en su futuro. Empezó a guardar monedas para comprarle útiles escolares, un abrigo, una mochila.
Una tarde, alguien tocó la puerta de la caseta.
Era raro.
Al abrir, vio a una mujer elegante, con un abrigo fino y ojos llenos de gratitud.
“¿No me reconoces?” preguntó con dulzura.
Él parpadeó. ¡Era ella! La mujer que casi había enterrado.
“Me llamo Claire,” dijo sonriendo. “Y vine a darte las gracias… a ti y a tu nieta.”
“¡Ella no es mi nieta!” exclamó Thomas.
Se sentaron y compartieron té en tazas desparejadas. Claire le contó su historia: la traición, los papeles falsos, los familiares codiciosos… y cómo el destino, o quizás Lily, le salvó la vida.
Thomas le contó sobre la niña que se había convertido en su familia.
Cuando Lily entró, Claire se levantó.
“Aquí está,” dijo con brillo en los ojos. “Mi segunda salvadora.”
Al saber que irían a comprar cosas para la escuela, Claire insistió:
“No más autobuses. Yo los llevaré. Es lo mínimo que puedo hacer.”
En la ciudad, Claire llenó a Lily de regalos: ropa, libros, una mochila con mariposas. Lily brillaba. Thomas observaba a distancia, abrumado pero agradecido.
Durante el almuerzo —el primero en un café para Lily— Claire preguntó:
“¿A qué escuela irá?”
Thomas se puso pálido. “Olvidé los documentos…”
Esa noche, Claire tomó una decisión.
A la mañana siguiente fue a casa de Lily.
Era peor de lo que pensaba: miseria, alcohol, gritos.
“Necesito los documentos de Lily,” dijo firme.
“Dame dinero,” respondió la madre.
Claire pagó. Tomó los papeles. Se fue sin decir nada.
Inició el proceso de custodia. Contrató abogados. Luchó contra el sistema. Peleó por el futuro de Lily.
En el primer día de clases, Claire volvió al cementerio.
“Ya está hecho,” dijo. “Me llevo a Lily a casa.”
Thomas sonrió… y sintió el corazón partirse.
Claire lo notó.
“Ven con nosotras,” le dijo con suavidad. “Ella necesita un abuelo. Yo necesito una familia.”
Los ojos de Thomas se llenaron de lágrimas. Asintió.
A la mañana siguiente, los tres caminaron juntos hacia la escuela:
Lily, radiante con su uniforme nuevo.
Claire, elegante y fuerte.
Thomas, orgulloso y recto.
Susurró:
“La nuestra es la más hermosa de todas.”