Después del funeral de mi hija, escuché por casualidad a mi prometido hablando. En ese momento comprendí: no había ni un segundo que perder.

Final de otoño. El viento golpeaba los hombros, arrastrando hojas secas entre las lápidas. El cielo, bajo y apagado, parecía una sábana de hospital tendida para secar. El cementerio estaba desierto: sin voces, sin movimiento, solo hierba marchita y un silencio profundo.
Tres personas estaban junto a una tumba. María permanecía inmóvil, pero por dentro sentía únicamente vacío.
Sus manos, cubiertas con guantes negros, estaban cerradas en puños; el rostro pálido, la mirada fija. Llevaba un abrigo oscuro sencillo y un sombrero demasiado claro, calado casi hasta las cejas. Parecía congelada en el tiempo, como si su corazón hubiera descendido junto con el pequeño ataúd de madera.
El sacerdote rezaba deprisa, y el viento se llevaba fragmentos de sus palabras. El sepulturero, que ganaba poco, echaba tierra sin mirar. Cada golpe sobre la tapa provocaba una punzada sorda en el pecho de María.
No lloraba. No se movía. Solo sus labios pálidos delataban la tensión.
— Ya está, Masha… ya está — susurró Asya, apretando su mano.
María giró lentamente la cabeza, con los ojos formulando la pregunta que sus labios no podían pronunciar: ¿Por qué? Era demasiado pronto. Demasiado cruel. Bajo la tierra yacía la niña que había esperado tanto tiempo, a quien le había cantado antes de nacer, para quien había comprado su primer vestido y elegido un nombre que ya no sería pronunciado jamás: Verónica.
El tiempo pasó como un borrón. Las amigas ayudaron en el funeral, llevaron comida, insistieron en que saliera de casa. Pero todo era mecánico. La luz, los colores y el sabor de la vida habían desaparecido.
Hasta que un día, en el registro civil, María escuchó una conversación que lo cambió todo. Una puerta entreabierta dejaba escapar voces. Las reconoció al instante: Tatyana, la esposa de Alexey. Sobre la mesa había un acta de nacimiento de una niña.
Tatyana no estaba embarazada.
María entró. La expresión de Alexey no mostraba miedo, solo molestia. Fingió no conocerla, llamó a seguridad y aseguró que tenía esposa e hija recién nacida.
Asya la sacó de allí, pero María sabía que aquello no era un accidente ni un error. Era un robo. Y decidió que llegaría hasta el final.
En la comisaría, la desestimaron. Dijeron que no había pruebas. En el hospital, el director negó cualquier irregularidad. Pero días después, recibió una llamada: una enfermera llamada Anna quería hablar. Había estado de guardia la noche del parto y contó que el director había tomado el control del caso personalmente, algo inusual. Poco después, el expediente médico de María desapareció.
Anna entregó copias de documentos e incluso una fotografía del bebé. La investigación avanzó. Alexey y Tatyana fueron citados. Afirmaron que la niña era su hija y aceptaron una prueba de ADN.
Antes de que se realizara, intentaron huir de la ciudad con la niña. Cuando fueron localizados, los interrogaron. Bajo presión, Alexey confesó: Tatyana no podía tener hijos y, para conservar el matrimonio y todos los bienes a su nombre, planearon con el médico la sustracción del bebé de María.
La prueba confirmó: la niña era hija de María.
Siguió un laberinto de trámites, procesos judiciales y visitas de asistentes sociales. Hasta que un día, María entró en una sala y vio, en una cuna, la razón de todo su sufrimiento. Pequeña, viva, con sus ojos y su barbilla.
Se arrodilló, extendió la mano y dijo suavemente:
— Hola, Verónica. Estoy aquí. Te encontré.
La bebé abrió los ojos, la miró un instante y volvió a dormirse tranquila.
De regreso a casa, María la vistió con un pijama suave y la colocó en la cuna que había guardado durante meses. Sentada junto a ella, comprendió que nunca más estaría sola. La abrazó con fuerza y prometió:
— Ahora todo será diferente. Estoy aquí. Siempre.



