Después de dejar a su esposa sin un centavo tras el divorcio.

Anton se frotó las manos con satisfacción. Pero tres años después, al encontrarse con su ex por casualidad, no pudo creer lo que vio.
Anton siempre se había enorgullecido de ser independiente y ambicioso. Desde joven, mientras sus compañeros se enfocaban en los estudios, él ya negociaba autos usados y armaba computadoras por encargo. Era confiado, vanidoso y le gustaba tener el control.
Fue en esa época que conoció a Albina, una estudiante reservada y dedicada a la carrera de lenguas extranjeras. A diferencia de las chicas llamativas con las que Anton solía salir, Albina era sencilla, sensible y soñadora. Y fue precisamente eso lo que lo cautivó.
Pronto comenzaron a salir. Anton le prometía amor y una vida sin preocupaciones.
— “Cásate conmigo. Yo me encargaré de todo. No tendrás que preocuparte por nada” — decía él.
Aunque Albina deseaba trabajar como traductora, terminó aceptando. Se casaron, y poco después nació su primer hijo, Dimka. Con la llegada de Lenochka dos años más tarde, Albina se dedicó por completo a la maternidad. Pensó en contratar una niñera para volver al trabajo, pero Anton fue claro:
— “Los hijos necesitan a su madre.”
Mientras decía estar enfocado en su empresa, Anton gastaba en lujos para sí mismo: compró una televisión de última generación, un auto nuevo y salía constantemente con amigos. Cuando Albina le pidió un nuevo secador de pelo, él respondió que el viejo aún funcionaba.
Con el paso del tiempo, los niños crecieron y empezaron la escuela. Albina se sentía cada vez más sola. Anton casi no estaba en casa y, cuando estaba, no le prestaba atención. Siempre tenía tiempo para los amigos, pero nunca para su esposa o sus hijos.
Hasta que un día, sin previo aviso, dijo:
— “Es mejor que nos divorciemos. Me cansé de este juego de familia. Quiero libertad.”
— “¿Y los niños? ¿Y yo?” — preguntó Albina, en shock.
— “Te las arreglarás. Eres la madre, ¿no?”
Esa misma noche, Anton se fue de casa llevándose todas sus cosas. Albina quedó devastada. Su vida cómoda se había derrumbado. Necesitaba mantener a sus hijos, y rápidamente salió a buscar trabajo. Dejaba a los niños con una vecina y, con mucho esfuerzo, consiguió empleo como limpiadora en un centro comercial. A veces hacía turnos nocturnos para aumentar el ingreso.
— “Mamá, ¿por qué siempre estás en el trabajo?” — preguntó la pequeña Lena, triste.
— “Para comprar nuestra comida y nuestra ropa, cariño,” — respondió Albina, conteniendo las lágrimas.
Anton había desaparecido. No llamaba, no enviaba dinero. Nada.
Un día, Albina recibió una noticia inesperada: su abuelo había fallecido. Se tomó unos días libres para hacer los trámites y allí se enteró de algo asombroso. Su abuelo había invertido en acciones de varias empresas en secreto durante toda su vida. Y le dejó toda la herencia a ella.
Albina lloró. Recordó las palabras de su abuelo:
— “Ahorra tus moneditas, hija. Un día harán la diferencia.”
Decidida a cambiar su vida, Albina se inscribió en cursos de especialización y usó parte del dinero para abrir una pequeña cafetería en el barrio. Era acogedora, encantadora, y pronto se volvió popular. A Albina le gustaba atender personalmente a los clientes y tener contacto con la gente.
Hasta que un día, al girarse para atender una nueva mesa, sintió que el tiempo se detenía. Era Anton. A su lado, una rubia joven y deslumbrante. Albina respiró hondo, se acercó a la mesa y dijo con serenidad:
— “Buenas tardes. ¿Qué van a ordenar?”
Anton levantó la vista, sorprendido:
— “¿Albina? ¿Estás trabajando aquí como mesera?”
— “Sí. ¿Qué desean?”
— “Dos capuchinos y unos croissants,” — respondió él con tono burlón.
— “Entonces esto es un ascenso, ¿no? Pensé que todavía limpiabas pisos.”
— “Su pedido estará listo en unos minutos,” — respondió ella con educación, y se alejó.
Cuando regresó con la bandeja, Anton no pudo evitar comentar:
— “Veo que no te va tan mal. Tal vez servir café sea tu verdadera vocación.”
Antes de que Albina pudiera responder, un hombre elegante entró al local.
— “¡Albina! Qué alegría verte. ¿Podemos hablar de aquella propuesta ahora?”
— “Claro. Solo estoy terminando aquí al frente.”
— “Como siempre,” — dijo él sonriendo. — “Prefieres estar entre la gente que tras un escritorio.”
Anton observaba todo en silencio.
— “Entonces… ¿eres la dueña?” — preguntó, desconcertado.
— “Sí. Esta es mi cafetería. Si necesitan algo, pueden pedirle a la mesera Lena. Es mi hija.”
Y, con una sonrisa, Albina se retiró a la oficina.
En ese momento, supo con certeza: había ganado.
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