Historias

Descubrí que mi vecina no era una buena madre, sino una mujer interesada solo en la herencia de su hijastra, así que decidí actuar para protegerla.


Siempre pensé que mi vecina era una buena madrastra, hasta que descubrí que solo cuidaba a su hijastra por el testamento que su esposo había dejado. Cuando entendí la verdad, supe que no podía quedarme de brazos cruzados.

Cuando mi vecino Thomas falleció, hice todo lo posible por apoyar a su familia. Su pequeña hija quedó bajo la custodia de su madrastra, Carmen, quien al principio parecía amable, cariñosa y dedicada. Pero con el tiempo, a medida que convivía con la niña, comencé a notar señales alarmantes. No podía ignorarlo. Tenía que hacer algo para protegerla.

Me encantaba nuestro vecindario. Las calles llenas de árboles, las casas pintorescas y los vecinos siempre dispuestos a ayudar creaban un ambiente cálido, como una gran familia.

Soy maestra de primaria. Paso mis días rodeada de niños, risas y preguntas llenas de curiosidad. Siempre me ha gustado ayudar a los hijos de mis vecinos, ya sea con sus tareas, cuidándolos por unas horas o simplemente brindándoles un espacio seguro para jugar.

Thomas y su esposa Martha vivían al lado. Tuvieron una hija adorable llamada Riley. Lamentablemente, Martha murió durante el parto, dejando a Thomas solo con la bebé.

Hace poco menos de un año, Thomas se casó con Carmen. Al principio, Carmen parecía la madrastra ideal: ama de casa, atenta, llevaba a Riley a actividades, la cuidaba, pasaban tiempo juntas. Nada hacía sospechar lo que vendría después.

Pero una noche, Thomas tuvo un accidente automovilístico regresando del trabajo y falleció. Carmen y Riley quedaron solas.

Traté de ayudar. Llevaba comida, ofrecía paseos con Riley para que Carmen pudiera descansar. En una de esas visitas, Carmen y Riley vinieron a tomar el té. Riley, siempre tan sonriente, estaba callada, con una expresión apagada.

—Aún tienes una hija que te necesita —le dije con suavidad a Carmen—. Eso requiere mucha fuerza.

—¿Tu prometido murió, verdad? —me preguntó ella.

Asentí con tristeza. —Sí, Mike murió hace cinco años.

—Lo siento —dijo Carmen.

—Está bien… no suelo hablar mucho de eso —respondí con una sonrisa forzada.

—¿Has pensado en rehacer tu vida? ¿Tener hijos?

Me quedé en silencio. —No puedo tener hijos —admití.

—Oh… Emily, lo siento —dijo bajando la voz.

—Aún tengo la esperanza de ser madre de alguna manera. Tal vez no de forma tradicional. Tal vez… como tú lo eres para Riley.

—Riley aún no me llama mamá —dijo Carmen—. Pero pasamos mucho tiempo juntas. Siento que he encontrado mi propósito.

Miré a Riley. Estaba comiendo en silencio. No respondió, solo asintió débilmente.

Unos días después, volviendo de la escuela, vi a Riley afuera, tiritando de frío.

—¿No tienes frío? —le pregunté.

—No —dijo, aunque sus manos estaban rojas.

Le envolví la bufanda en el cuello.

—¿Qué haces aquí sola?

—Carmen tiene visita. Me dijo que jugara afuera.

—¿Quién la visita?

—Un señor llamado Roger. Viene seguido.

Sentí un nudo en el estómago. Thomas no llevaba mucho tiempo muerto… ¿y Carmen ya veía a otro hombre?

Llevé a Riley a casa. Le di de comer. Comía con hambre, como si no lo hiciera bien en días.

—¿Carmen te alimenta?

—Pide mucha comida por aplicación. Pero extraño la comida casera.

—¿Todavía juegan o hacen actividades?

Negó con la cabeza. —Carmen dice que ahora mi deber es ayudar a limpiar.

—¿Ya no vas a los clubes?

—No. Ella está ocupada con Roger.

Mi preocupación crecía. Carmen no estaba siendo una madre. Estaba usando a Riley como una carga.

—Escucha —le dije suavemente—. Si Carmen vuelve a recibir visitas y te manda afuera, puedes venir aquí. Aunque no esté, la llave estará bajo el felpudo. ¿Está bien?

Los ojos de Riley se iluminaron. —¿De verdad?

—De verdad. Aquí siempre serás bienvenida.

Desde entonces, Riley empezó a venir casi todos los días. A veces la encontraba ya en el sofá cuando llegaba. Otras veces golpeaba la puerta con una sonrisa tímida.

Poco a poco, volvió a reír. Jugábamos, cocinábamos, dibujábamos. Le leía cuentos, hacíamos voces graciosas. La tristeza se fue desvaneciendo.

Hasta que una noche, escuché voces bajo mi ventana. Abrí lentamente. Era Carmen con un hombre —probablemente Roger.

—¿Por qué no podemos hablar en tu casa? —dijo él.

—La niña está dormida. No quiero que nos oiga.

—Esa niña es una molestia.

—¿Tú crees que no lo sé? Thomas dejó todo a su nombre. Pensé que sería mío…

—¿Y ahora?

—Estoy buscando una brecha en el testamento. Cuando encuentre cómo transferirlo todo, me desharé de ella.

—¿Qué quieres decir con “deshacerte”?

—Tal vez entregarla a servicios sociales. Ya no la soporto.

Cerré la ventana, temblando. Carmen solo fingía ser madre. Quería la herencia. Nada más.

Contacté al abogado que manejaba el testamento: el Sr. Davis, padre de uno de mis alumnos. Le conté lo que escuché.

—El testamento es claro —dijo él—. Todo es para Riley. Nadie puede tocarlo hasta que sea mayor de edad. Carmen no puede quedarse con nada.

—¿Puede hablar con ella?

—Lo haré —respondió—. Riley necesita estar segura.

Unos días después, vi al Sr. Davis salir de la casa de Carmen. Ella gritaba como una posesa.

—¡Esa niña no me sirve para nada! ¡No puedo rehacer mi vida por su culpa!

—Entonces déjala —dijo Davis—. Emily estaría encantada de adoptarla.

—¡Claro! ¡Eso es lo que querías desde el principio! —gritó Carmen señalándome—. ¡Quieres su herencia!

—Esa casa es de Riley —dijo Davis con calma.

Vi a Riley junto a la puerta, con lágrimas en los ojos.

—¿Te gustaría ser mi mamá? —me preguntó en voz baja.

Me arrodillé frente a ella. —Sería la persona más feliz del mundo.

La abracé con fuerza. Y empecé el proceso de adopción.

Fueron meses largos. Trámites, entrevistas, visitas. Pero no me rendí.

El testimonio del Sr. Davis y de otros vecinos fue clave. Pero nada fue más poderoso que la voz de Riley.

—Quiero vivir con Emily. Solo con ella.

El tribunal aceptó. Carmen tuvo que irse. Y yo me convertí en la mamá de Riley.

Ahora, nuestra casa está llena de risas, dibujos y cariño. Ella tiene el hogar que siempre mereció. Y yo, el amor de una hija que elegí de corazón.


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