Historias

Ahora solo puedo ver a mi papá a través de un cristal porque no hablamos desde hace seis años.


Incluso cuando ya tenía casi treinta años y vivía en mi propio departamento al otro lado de la ciudad, él seguía llamándome “su niñita”. Éramos muy unidos… hasta que dejamos de serlo.

Todo cambió tras una discusión hace seis años. Fue una pelea tonta, para ser sincera. Empezó por política, pero detrás había dolor, necesidad de controlar, y dos personas que ya no sabían cómo comunicarse. Ese día, le cerré la puerta en la cara. Ninguno de los dos volvió a buscar al otro.

Y entonces sonó el teléfono.

Una mujer del centro de cuidados me informó que él había sido internado hacía un mes. Los primeros signos de demencia aparecieron, y luego una neumonía. Estaban con poco personal. Las visitas no estaban permitidas. Yo ni siquiera sabía que había salido de casa.

A la mañana siguiente, manejé hasta allí con el corazón latiendo como si me dirigiera a un juicio, no a un hogar de ancianos. Cuando me vio desde la ventana, simplemente me miró. Le saludé con la mano. Él parpadeó. Y luego, lentamente, se incorporó.

¿Esa segunda imagen? Fue la primera vez que nos “tocamos” en más de seis años. Hubiera o no un cristal de por medio, eso me rompió por dentro.

Él levantó la mano, y yo la puse contra la suya. No dijo mucho — casi no podía — pero yo le pedí perdón. Ni siquiera sé si me escuchó o si entendió lo que le dije. Pero cerró los ojos por un momento, como si sostuviera algo sagrado.

No le conté a nadie que había ido. Ni a mi pareja, ni a mi hermano. Y hasta ahora, aún no he escuchado el mensaje que la enfermera me dejó.

No sé si estoy lista para saber lo que dice.


El mensaje que lo cambió todo

Tres días después, finalmente presioné “reproducir” en el mensaje de voz que llevaba esperando en mi celular.
“La condición de su padre ha empeorado,” dijo la enfermera con una voz serena pero urgente. “Está preguntando por usted. Por favor, venga lo antes posible.”

¿Está preguntando por mí? Eso no tenía sentido. Desde nuestra pelea, mi papá nunca había pedido nada de mí. Ni en cumpleaños, ni en fiestas, ni en reuniones familiares. ¿Por qué ahora?

Pero la culpa me atormentaba. Tal vez esta era mi oportunidad de reparar las cosas, de hacer algo por él antes de que fuera demasiado tarde. Preparé una bolsa con ropa, me despedí de mi pareja sin decirle a dónde iba (porque, para ser sincera, ni yo lo sabía), y fui de regreso al asilo.

Esta vez, me dejaron entrar. Las luces fluorescentes zumbaban sobre mi cabeza, y el recibidor olía a alfombra vieja y desinfectante. Seguí a una joven asistente por un pasillo con puertas entreabiertas, que dejaban ver retazos de vidas ralentizadas por la enfermedad o la vejez. Se detuvo al final del corredor y golpeó suavemente la puerta de la habitación 12.

Una voz débil, casi irreconocible, dijo desde adentro:
“Pasa.”

Me quedé paralizada al cruzar el umbral. Sus hombros, que alguna vez fueron fuertes, estaban encorvados bajo las sábanas. Lucía más pequeño de lo que recordaba. Su rostro se veía más delgado, más frágil. Su cabello, casi completamente blanco. Pero sus ojos eran los mismos: esos ojos azules penetrantes que podían ver a través de cualquier mentira.

“Hola,” dije con torpeza, sin atreverme a entrar del todo.

“Cierra la puerta,” respondió, con una claridad que me sorprendió. “Parece que estás lista para salir corriendo.”

Dudé, pero obedecí. Sentarme en la silla junto a su cama fue extraño, como si estuviera dentro de un sueño donde todo era familiar pero diferente. Guardamos silencio durante un rato. Él me observaba mientras yo evitaba su mirada, fijándome en los dibujos del cobertor.

Fue él quien rompió el silencio.
“¿Qué te trajo hasta aquí?”

La pregunta me sorprendió. ¿No era obvio? Porque le debía algo. Porque estaba enfermo. Porque necesitaba a alguien… Pero ninguna de esas respuestas se sentía suficiente para decirlas en voz alta.

Tartamudeé:
“Recibí tu mensaje. Me dijeron que estabas preguntando por mí.”

Asintió lentamente, como si se confirmara algo a sí mismo.
“Quería verte. Antes de…”
Y no terminó la frase.

¿Antes de qué? ¿Antes de olvidarme? ¿De perder la capacidad de hablar? ¿De morir? Entre nosotros, esas posibilidades se volvían gigantes.

“¿Recuerdas la última vez que hablamos?” pregunté en voz baja, esperando rechazo o enojo.

Pero él soltó una risa seca y ronca.
“Sí, lo recuerdo. Me llamaste terco y saliste dando un portazo. Lo cual, por cierto, fue justo.”

Me quedé boquiabierta.
“¿Qué?”

Hizo un gesto con la mano, quitándole importancia.
“No te sorprendas. Sé que no era fácil tratar conmigo. Y tú tampoco lo eras, hija. Te pasé mi mal genio.”

Reí por primera vez en mucho tiempo. De él, de mí, de los dos, de lo absurdo que era estar ahí reviviendo heridas viejas mientras la vida misma se nos escapaba entre los dedos. Esa risa rompió el hielo de forma extrañamente reconfortante.

Ese día hablamos durante horas. De casi todo. Y de casi nada. De mamá, cuya muerte seis años atrás había sido la verdadera raíz de nuestra pelea. Me confesó que nunca entendió bien mi carrera, pero que estaba orgulloso. Hablamos de mi hermano, que siempre había sido el mediador — y que probablemente nos odiaba a ambos por eso.

En un momento, tomó mi mano. A pesar de su debilidad, la apretó con fuerza.
“¿Sabes?”, dijo, “siempre te he amado.”
Incluso cuando no supe cómo demostrarlo.

Mis ojos se llenaron de lágrimas.
“Papá, yo tampoco dejé nunca de amarte.”


El adiós y la reconciliación final

Dos semanas después, recibí otra llamada. Esta vez fue mi hermano — no la enfermera. Su voz se quebró al darme la noticia: papá había fallecido tranquilamente mientras dormía.

Lloré más de lo que pensé que lo haría. No solo porque se había ido, sino porque logramos reencontrarnos a tiempo. Porque yo lo perdoné. Porque él también me perdonó. Porque, al final, el amor ganó.

Durante el funeral, muchas personas se acercaron a contarme historias sobre la bondad, generosidad y sentido del humor de mi padre. Cada relato dibujaba a un hombre que ojalá hubiera conocido mejor. Y de pie junto a su tumba, con una sola rosa blanca en la mano, entendí algo profundo:

Nunca es demasiado tarde para reparar lo que está roto.
La vida es caótica, dolorosa y complicada. A veces herimos a quienes amamos, a propósito o sin querer. Pero el perdón no se trata de olvidar, sino de elegir seguir adelante juntos, aunque sea por un momento.

Si llevas tiempo guardando rencor, levanta el teléfono. Escribe una carta. Haz una visita. Haz lo posible por reconectar.

Puede que no tengas otra oportunidad.

Gracias por leer mi historia. Si te conmovió, compártela. Recordémonos que siempre hay esperanza de sanar. ❤️

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