Abandonado, pero nunca solo: cómo mi abuela sustituyó a mis padres durante 26 años.

Mis padres están vivos, pero nunca estuvieron realmente
No sería justo decir que no tengo familia. Mi padre y mi madre siguen con vida. Cada uno eligió su camino, uno que los llevó lejos de mí, como si yo nunca hubiera formado parte de sus vidas. Tal vez hoy son felices, tal vez viajan, trabajan, construyen una vida. O quizá solo se toleran por costumbre. La verdad es que no lo sé.

Solo sé una cosa: desde que tengo memoria, la única persona que ha estado realmente a mi lado es mi abuela.
Todos la conocen como María Sánchez, pero para mí siempre ha sido simplemente la abuela Mari.
Me acogió cuando tenía apenas seis meses. Mi madre dejó de darme el pecho, y desde entonces fue mi abuela quien se hizo cargo de todo. Desde entonces, ella fue mi madre, mi padre, mi hogar. Ahora tengo 26 años, y ella sigue ahí, a mi lado.
Decir que la quiero se queda corto. No es solo mi familia, es mi amiga, mi confidente, mi persona de verdad. Podemos pasar horas en la cocina, en silencio, o conversando de todo y de nada. A veces solo compartimos un chupito de anís cuando el alma pesa.
Si hay algo por lo que le agradezco a la vida, es por ella. Por mi abuela.
Ella me enseñó todo lo que sé
La abuela Mari nunca me sobreprotegió, pero tampoco fue dura. Sabía que el mundo allá afuera no sería fácil y quería que yo estuviera preparado.
Ella me enseñó a coser botones, remendar calcetines, arreglar pantalones. Me enseñó a hacer sopas, a hornear pasteles, a freír patatas y hasta a cocinar cuando no hay luz y solo queda el gas.
Me enseñó a no quejarme. Si hace frío, ponte otra capa. Si falta dinero, busca una solución. Si alguien se va, es porque no era para quedarse.
Pero, sobre todo, me enseñó a amar los libros.
Cada vez que podía —cumpleaños, Año Nuevo o simplemente porque sí— me regalaba un libro. Con el tiempo, llené una estantería entera. Y aunque hoy casi todo el mundo lee en pantallas, yo sigo amando el olor del papel. Es el olor de lo real, de lo que está vivo.
Ella me enseñó también cómo debe oler un verdadero hogar.
Un hogar de verdad huele a pan recién hecho, a leche caliente, a canela.
Un hogar de verdad es ese donde siempre te esperan.
Mientras mis compañeros volvían del colegio a casas vacías, comían lo que encontraban en la nevera y hacían los deberes solos, yo llegaba a una casa donde siempre había calor, una olla al fuego, y una abuela esperándome en la ventana con una sonrisa.
Y por eso, estaré siempre agradecido.
Mi sueño
Desde pequeño he tenido un sueño: abrir una librería.
La imagino con todos los detalles: estanterías de madera, sillones cómodos, el aroma a café y pasteles recién horneados. La gente entraría, hojearía libros, tomaría té o chocolate caliente, y se sentiría en casa.
Pondré mesas pequeñas, y prepararé los dulces más ricos siguiendo las recetas de la abuela.
Sé que lo lograré.
Porque ella siempre me dijo: “Lo importante es hacer todo con el corazón.”
Está feliz porque terminé la universidad, conseguí un buen trabajo. Soy profesor, enseño a niños, les comparto lo que sé. Pero en el fondo, mi corazón sueña con algo más.
La abuela sueña con verme casado, con hijos. Quiere cuidar a sus bisnietos, como una vez cuidó de mí. Ya ha guardado juguetes antiguos, esperando ese día con ilusión.
Y yo quiero cumplir ese sueño —el suyo y el mío.
Hay algo que aún no le conté: hace poco supe que mi padre vendió la tierra que heredó y se quedó con todo el dinero. No me dio ni un céntimo.
Pero mi tío —el hermano de mi madre— un hombre humilde, pero con manos de oro, me ofreció su ayuda. Quiere invertir en mi librería, ayudarme con las reformas, con los muebles, con lo que sea necesario.
La abuela siempre lo trató como a un hijo. Quizá por eso él no dudó en tenderme la mano.
Quiero verla feliz.
Quiero que, algún día, entre en mi librería y pueda decir con orgullo: “Esto lo hizo mi nieto.”
Quiero verla sentada en uno de esos sillones, leyendo un libro que yo mismo le haya recomendado, tomando un té que preparé para ella, y sonriendo como solo ella sabe sonreír.
Porque todo lo que soy, y todo lo que espero llegar a ser, se lo debo a ella.
A mi abuela.
Mi base.
Mi hogar.