Dejaron que su perro se despidiera…

y, horas después, la enfermera abrió la puerta… y dejó caer la carpeta clínica.”
La habitación de cuidados paliativos respiraba entre pitidos suaves y una luz amarillenta.
Alden Pierce, de 82 años, reposaba sobre almohadas altas, el rostro afinado por meses de tratamiento… y por toda una vida de amor y recuerdos.
El médico había sido sincero: las metástasis estaban demasiado avanzadas y el tiempo, demasiado corto.
Pero lo que asustaba a Alden no era la partida, sino la despedida.
Especialmente la despedida de una pequeña razón de cuatro patas que aún le hacía querer quedarse un poco más.
Cada tarde, giraba el rostro hacia la ventana, buscando algo en el cielo.
“Ritchie…” susurraba, casi sin voz. “¿Dónde estás, viejo amigo?”
Esa tarde, cuando la enfermera Elena entró para cambiar el suero, su mano —liviana como papel, pero firme de intención— se aferró a la de ella.
“Por favor… déjenme ver a Ritchie.
Él todavía me espera en casa.
No puedo irme sin despedirme.”
El hospital no permitía animales en esa ala —reglas, protocolos, pisos esterilizados—.
Pero la petición flotó en el aire como una oración imposible de negar.
Elena habló con la supervisora.
La supervisora consultó al médico.
El médico suspiró, se frotó la frente y dijo:
“Si es su último deseo… traigan al perro. Ya veremos cómo hacerlo.”
Dos horas después, un pequeño alboroto recorrió el pasillo:
uñas golpeando el suelo, una correa gastada arrastrando, un ladrido tímido pero ansioso.
Era Ritchie —más delgado, con el hocico salpicado de canas, pero con la misma mirada limpia de lealtad eterna—.
Cuando Elena abrió la puerta, el perro no dudó ni un segundo.
Corrió directo hacia la cama, subió con cuidado, dio dos vueltas sobre la manta y se acurrucó en el pecho de su dueño…
igual que hacía todas las noches en el sofá de la sala.
Alden soltó una risa temblorosa, de esas que parecen un rayo de sol rompiendo la penumbra.
“Perdóname, compañero… por no haber estado más presente.
Y gracias… por cada uno de tus días.”
Ritchie respondió con un sonido bajo y ronco —medio ladrido, medio suspiro— que decía todo lo que las palabras humanas no podían expresar:
“Yo nunca te dejé.”
La tarde se volvió crepúsculo.
Elena echó un vistazo por la puerta y los vio —rostro con rostro, respirando al mismo ritmo, dormidos en paz.
Cerró la puerta despacio.
Horas después, ya entrada la noche, regresó para cambiar el suero y murmuró una disculpa por interrumpir.
Tomó aire.
Giró la manija.
Abrió la puerta.
Y la carpeta clínica cayó de sus manos.
Dentro de la habitación silenciosa, Ritchie yacía exactamente donde se había dormido…
con la cabeza apoyada en el pecho de Alden.
Pero solo el perro respiraba.
Alden había partido en silencio, aún abrazado a su mejor amigo.
Y Ritchie permanecía allí, inmóvil, custodiando a su dueño —como si protegiera esa última noche con la misma lealtad que le había entregado durante toda su vida—.



